Desfallecimiento del Libre Mercado
De la fe en el mercado a la fe en el Estado
ULRICH BECK*
Primer acto de la obra La sociedad del riesgo global: Chernóbil. Segundo acto: la amenaza de la catástrofe climática. Tercer acto: el 11-S. Y en el cuarto acto se abre el telón: los riesgos financieros globales. Entran en escena los neoliberales del núcleo duro, quienes ante el peligro se han convertido de repente desde la fe en el mercado a la fe en el Estado. Ahora rezan, mendigan y suplican para ganarse la misericordia de aquellas intervenciones del Estado y de las donaciones multimillonarias de los contribuyentes que, mientras brotaban los beneficios, consideraban obra del diablo. Qué exquisita sería esa comedia de los conversos que se interpreta hoy en la escena mundial si no tuviera el resabio amargo de la realidad. Porque no son los trabajadores, ni los socialdemócratas o los comunistas, ni los pobres o los beneficiarios de las ayudas sociales quienes reclaman la intervención del Estado para salvar a la economía de sí misma: son los jefes de bancos y los altos directivos de la economía mundial.
Para empezar, tenemos a John Lipsky, uno de los dirigentes del Fondo Monetario Internacional y reconocido fundamentalista del libre mercado, quien de pronto exhorta con una llamada alarmista a los gobiernos de los Estados miembros a hacer exactamente lo contrario de lo que ha predicado hasta ahora, esto es, evitar un derrumbe de la economía mundial con programas de gasto masivos. Como es sabido, el optimismo es inherente al mundo de los negocios. Cuando incluso él habla de que los políticos tendrían que "pensar lo impensable" y prepararse para ello, queda claro lo grave de la situación.
El fantasma de lo "impensable", que ahora es una amenaza en todas partes, debe por supuesto despertar el recuerdo de las crisis mundiales de los siglos pasados, y salvar a los bancos del abismo. Entra en escena Josef Ackermann, jefe del Deutsche Bank, quien confiesa que él tampoco cree ya en las fuerzas salvadoras del mercado. Al mismo tiempo, se retracta de su abjuración y afirma que no tiene dudas sobre la estabilidad del sistema financiero. Eso suena tranquilizador. ¿O no? Si el distinguido economista fuera sincero, tendría que admitir dos cosas: que la historia de esta crisis es una historia del fracaso del mercado, y que en todas partes gobierna el desconcierto, o más bien la brillante ignorancia.
El mercado ha fracasado porque los riesgos incalculables del crédito inmobiliario y de otros préstamos se ocultaron intencionadamente, con la esperanza de que su diversificación y ocultación acabaría reduciéndolos. Sin embargo, ahora se demuestra que esta estrategia de minimización se ha transformado en lo opuesto: en una estrategia de maximización y extensión de riesgos cuyo alcance es incalculable. De repente, el virus del riesgo se encuentra en todas partes, o por lo menos su expectativa. Como en un baño ácido, el miedo disuelve la confianza, lo cual potencia los riesgos y provoca, en una reacción en cadena, un autobloqueo del sistema financiero. Nadie tiene mejores certidumbres. Pero de pronto, ahora se sabe en todas partes que ya nada funciona sin el Estado.
¿En realidad qué significa riesgo? No hay que confundir riesgo con catástrofe. Riesgo significa la anticipación de la catástrofe. Los riesgos prefiguran una situación global, que (todavía) no se da. Mientras que cada catástrofe tiene lugar en un espacio, un tiempo y una sociedad determinados, la anticipación de la catástrofe no conoce ninguna delimitación de esta índole. Pero al mismo tiempo, puede convertirse en lo que desencadena la catástrofe, siempre en el caso de los riesgos financieros globales.
Es cierto que los riesgos y las crisis económicas son tan antiguos como los propios mercados. Y, por lo menos desde la crisis económica mundial de 1929, sabemos que los colapsos financieros pueden derrocar sistemas políticos, como la República de Weimar en Alemania. Pero lo que resulta más sorprendente es que las instituciones de Bretton-Woods fundadas después de la Segunda Guerra Mundial, que fueron pensadas como respuesta política a los riesgos económicos globales (y cuyo funcionamiento fue una de las claves para que se implantara el Estado del bienestar en Europa) hayan sido disueltas sistemáticamente desde los años 70 del siglo pasado y reemplazadas por sucesivas soluciones ad hoc. Desde entonces estamos confrontados con la situación paradójica de que los mercados están más liberalizados y globalizados que antes, pero las instituciones globales, que controlan su actuación, tienen que aceptar drásticas pérdidas de poder.
Como se ha demostrado con la "crisis asiática", además de la "crisis rusa" y la "crisis argentina", y ahora también con los primeros síntomas de la "crisis americana", los primeros afectados por las catástrofes financieras son las clases medias. Olas de bancarrotas y de desempleo han sacudido estas regiones. Los inversores occidentales y los comentaristas en general observan las "crisis financieras" solamente bajo la perspectiva de las posibles amenazas para los mercados financieros. Pero las crisis financieras globales no pueden "encasillarse" dentro del subsistema económico, como tampoco las crisis ecológicas globales, ya que tienden más bien a generar convulsiones sociales y a desencadenar riesgos o colapsos políticos. Una reacción en cadena de estas características durante la "crisis asiática" desestabilizó a Estados enteros, a la vez que provocó desbordamientos violentos contra minorías convertidas en cabezas de turco.
Y lo que era todavía impensable hace pocos años se perfila ahora como una posibilidad real: la ley de hierro de la globalización del libre mercado amenaza con desintegrarse, y su ideología con colapsarse. En todo el mundo, no sólo en Sudamérica sino también en el mundo árabe y cada vez más en Europa e incluso en Norteamérica los políticos dan pasos en contra de la globalización. Se ha redescubierto el proteccionismo. Algunos reclaman nuevas instituciones supranacionales para controlar los flujos financieros globales, mientras otros abogan por sistemas de seguros supranacionales o por una renovación de las instituciones y regímenes internacionales. La consecuencia es que la era de la ideología del libre mercado es un recuerdo marchito y que lo opuesto se ha hecho realidad: la politización de la economía global de libre mercado.
Existen sorprendentes paralelismos entre la catástrofe nuclear de Chernóbil, la crisis financiera asiática y la amenaza de colapso de la economía financiera. Frente a los riesgos globales, los métodos tradicionales de control y contención resultan ineficaces. Y a la vez, se pone de manifiesto el potencial destructivo en lo social y político de los riesgos que entraña el mercado global. Millones de desempleados y pobres no pueden ser compensados financieramente. Caen gobiernos y hay amenazas de guerra civil. Cuando los riesgos son percibidos, la cuestión de la responsabilidad adquiere relevancia pública.
Muchos problemas, como por ejemplo la regulación del mercado de divisas, así como el hacer frente a los riesgos ecológicos, no se pueden resolver sin una acción colectiva en la que participen muchos países y grupos. Ni la más liberal de todas las economías funciona sin coordenadas macroeconómicas.
Las élites económicas nacionales y globales (los dueños de los bancos, los ministros de finanzas, los directivos de las grandes empresas y las organizaciones económicas mundiales) no deberían sorprenderse de que la opinión pública reaccione con una mezcla de cólera, incomprensión y malicia. Pero el convencimiento certero de que, en una crisis, el Estado al final acabará salvándoles, permite a los bancos y a las empresas financieras hacer negocios en los tiempos de bonanza sin una excesiva conciencia de los riesgos.
No tiene que ver con la envidia social el recordar que los exitosos banqueros ganan al año importes millonarios de dos cifras, y los exitosos jefes de firmas de capital riesgo y de fondos especulativos incluso mucho más. En los tiempos que corren, los banqueros actúan como los abogados defensores del libre mercado. Si el castillo de naipes de la especulación amenaza con desmoronarse, los bancos centrales y los contribuyentes deben salvarlo. Al Estado sólo le queda hacer por el interés común lo que siempre le reprocharon quienes ahora lo reclaman: poner fin al fracaso del mercado mediante una regulación supranacional.
*Sociólogo y profesor de la Universidad de Múnich y la London School of Economics. Traducción: M. Sampons
ULRICH BECK*
Primer acto de la obra La sociedad del riesgo global: Chernóbil. Segundo acto: la amenaza de la catástrofe climática. Tercer acto: el 11-S. Y en el cuarto acto se abre el telón: los riesgos financieros globales. Entran en escena los neoliberales del núcleo duro, quienes ante el peligro se han convertido de repente desde la fe en el mercado a la fe en el Estado. Ahora rezan, mendigan y suplican para ganarse la misericordia de aquellas intervenciones del Estado y de las donaciones multimillonarias de los contribuyentes que, mientras brotaban los beneficios, consideraban obra del diablo. Qué exquisita sería esa comedia de los conversos que se interpreta hoy en la escena mundial si no tuviera el resabio amargo de la realidad. Porque no son los trabajadores, ni los socialdemócratas o los comunistas, ni los pobres o los beneficiarios de las ayudas sociales quienes reclaman la intervención del Estado para salvar a la economía de sí misma: son los jefes de bancos y los altos directivos de la economía mundial.
Para empezar, tenemos a John Lipsky, uno de los dirigentes del Fondo Monetario Internacional y reconocido fundamentalista del libre mercado, quien de pronto exhorta con una llamada alarmista a los gobiernos de los Estados miembros a hacer exactamente lo contrario de lo que ha predicado hasta ahora, esto es, evitar un derrumbe de la economía mundial con programas de gasto masivos. Como es sabido, el optimismo es inherente al mundo de los negocios. Cuando incluso él habla de que los políticos tendrían que "pensar lo impensable" y prepararse para ello, queda claro lo grave de la situación.
El fantasma de lo "impensable", que ahora es una amenaza en todas partes, debe por supuesto despertar el recuerdo de las crisis mundiales de los siglos pasados, y salvar a los bancos del abismo. Entra en escena Josef Ackermann, jefe del Deutsche Bank, quien confiesa que él tampoco cree ya en las fuerzas salvadoras del mercado. Al mismo tiempo, se retracta de su abjuración y afirma que no tiene dudas sobre la estabilidad del sistema financiero. Eso suena tranquilizador. ¿O no? Si el distinguido economista fuera sincero, tendría que admitir dos cosas: que la historia de esta crisis es una historia del fracaso del mercado, y que en todas partes gobierna el desconcierto, o más bien la brillante ignorancia.
El mercado ha fracasado porque los riesgos incalculables del crédito inmobiliario y de otros préstamos se ocultaron intencionadamente, con la esperanza de que su diversificación y ocultación acabaría reduciéndolos. Sin embargo, ahora se demuestra que esta estrategia de minimización se ha transformado en lo opuesto: en una estrategia de maximización y extensión de riesgos cuyo alcance es incalculable. De repente, el virus del riesgo se encuentra en todas partes, o por lo menos su expectativa. Como en un baño ácido, el miedo disuelve la confianza, lo cual potencia los riesgos y provoca, en una reacción en cadena, un autobloqueo del sistema financiero. Nadie tiene mejores certidumbres. Pero de pronto, ahora se sabe en todas partes que ya nada funciona sin el Estado.
¿En realidad qué significa riesgo? No hay que confundir riesgo con catástrofe. Riesgo significa la anticipación de la catástrofe. Los riesgos prefiguran una situación global, que (todavía) no se da. Mientras que cada catástrofe tiene lugar en un espacio, un tiempo y una sociedad determinados, la anticipación de la catástrofe no conoce ninguna delimitación de esta índole. Pero al mismo tiempo, puede convertirse en lo que desencadena la catástrofe, siempre en el caso de los riesgos financieros globales.
Es cierto que los riesgos y las crisis económicas son tan antiguos como los propios mercados. Y, por lo menos desde la crisis económica mundial de 1929, sabemos que los colapsos financieros pueden derrocar sistemas políticos, como la República de Weimar en Alemania. Pero lo que resulta más sorprendente es que las instituciones de Bretton-Woods fundadas después de la Segunda Guerra Mundial, que fueron pensadas como respuesta política a los riesgos económicos globales (y cuyo funcionamiento fue una de las claves para que se implantara el Estado del bienestar en Europa) hayan sido disueltas sistemáticamente desde los años 70 del siglo pasado y reemplazadas por sucesivas soluciones ad hoc. Desde entonces estamos confrontados con la situación paradójica de que los mercados están más liberalizados y globalizados que antes, pero las instituciones globales, que controlan su actuación, tienen que aceptar drásticas pérdidas de poder.
Como se ha demostrado con la "crisis asiática", además de la "crisis rusa" y la "crisis argentina", y ahora también con los primeros síntomas de la "crisis americana", los primeros afectados por las catástrofes financieras son las clases medias. Olas de bancarrotas y de desempleo han sacudido estas regiones. Los inversores occidentales y los comentaristas en general observan las "crisis financieras" solamente bajo la perspectiva de las posibles amenazas para los mercados financieros. Pero las crisis financieras globales no pueden "encasillarse" dentro del subsistema económico, como tampoco las crisis ecológicas globales, ya que tienden más bien a generar convulsiones sociales y a desencadenar riesgos o colapsos políticos. Una reacción en cadena de estas características durante la "crisis asiática" desestabilizó a Estados enteros, a la vez que provocó desbordamientos violentos contra minorías convertidas en cabezas de turco.
Y lo que era todavía impensable hace pocos años se perfila ahora como una posibilidad real: la ley de hierro de la globalización del libre mercado amenaza con desintegrarse, y su ideología con colapsarse. En todo el mundo, no sólo en Sudamérica sino también en el mundo árabe y cada vez más en Europa e incluso en Norteamérica los políticos dan pasos en contra de la globalización. Se ha redescubierto el proteccionismo. Algunos reclaman nuevas instituciones supranacionales para controlar los flujos financieros globales, mientras otros abogan por sistemas de seguros supranacionales o por una renovación de las instituciones y regímenes internacionales. La consecuencia es que la era de la ideología del libre mercado es un recuerdo marchito y que lo opuesto se ha hecho realidad: la politización de la economía global de libre mercado.
Existen sorprendentes paralelismos entre la catástrofe nuclear de Chernóbil, la crisis financiera asiática y la amenaza de colapso de la economía financiera. Frente a los riesgos globales, los métodos tradicionales de control y contención resultan ineficaces. Y a la vez, se pone de manifiesto el potencial destructivo en lo social y político de los riesgos que entraña el mercado global. Millones de desempleados y pobres no pueden ser compensados financieramente. Caen gobiernos y hay amenazas de guerra civil. Cuando los riesgos son percibidos, la cuestión de la responsabilidad adquiere relevancia pública.
Muchos problemas, como por ejemplo la regulación del mercado de divisas, así como el hacer frente a los riesgos ecológicos, no se pueden resolver sin una acción colectiva en la que participen muchos países y grupos. Ni la más liberal de todas las economías funciona sin coordenadas macroeconómicas.
Las élites económicas nacionales y globales (los dueños de los bancos, los ministros de finanzas, los directivos de las grandes empresas y las organizaciones económicas mundiales) no deberían sorprenderse de que la opinión pública reaccione con una mezcla de cólera, incomprensión y malicia. Pero el convencimiento certero de que, en una crisis, el Estado al final acabará salvándoles, permite a los bancos y a las empresas financieras hacer negocios en los tiempos de bonanza sin una excesiva conciencia de los riesgos.
No tiene que ver con la envidia social el recordar que los exitosos banqueros ganan al año importes millonarios de dos cifras, y los exitosos jefes de firmas de capital riesgo y de fondos especulativos incluso mucho más. En los tiempos que corren, los banqueros actúan como los abogados defensores del libre mercado. Si el castillo de naipes de la especulación amenaza con desmoronarse, los bancos centrales y los contribuyentes deben salvarlo. Al Estado sólo le queda hacer por el interés común lo que siempre le reprocharon quienes ahora lo reclaman: poner fin al fracaso del mercado mediante una regulación supranacional.
*Sociólogo y profesor de la Universidad de Múnich y la London School of Economics. Traducción: M. Sampons
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Economía
La economía de EE UU, desgarrada por la guerra
ReplyDeleteJoseph E. Stiglitz
Algunos dicen que las próximas elecciones estadounidenses se centrarán en dos temas: la guerra de Irak y la economía. En los momentos en los que la guerra parece ir mejor de lo que se esperaba y la economía peor, la segunda eclipsa a la primera.
Pero ninguna de las dos cosas va bien. En cierto sentido, no hay más que un solo tema, la guerra, que ha exacerbado los problemas económicos de Estados Unidos. Y, cuando la mayor economía del mundo está enferma -y está muy enferma-, todo el mundo sufre.
Antiguamente, se pensaba que las guerras eran buenas para la economía. Al fin y al cabo, es opinión general que la Segunda Guerra Mundial ayudó a levantar la economía mundial tras la Gran Depresión. Sin embargo, al menos desde Keynes, sabemos cómo estimular la economía por métodos más eficaces y capaces tanto de aumentar la productividad a largo plazo como de mejorar los niveles de vida.
Pero esta guerra, en concreto, no ha sido buena para la economía por tres motivos. En primer lugar, ha contribuido a subir los precios del petróleo. Cuando Estados Unidos emprendió la guerra de Irak, el crudo costaba menos de 25 dólares (16 euros actuales) el barril, y los mercados de futuros esperaban que se mantuviera en ese nivel durante diez años. Los expertos en futuros eran conscientes del crecimiento de China y otros mercados emergentes, pero confiaban en que el suministro -sobre todo, de los proveedores de bajo coste de Oriente Próximo- aumentara de manera paralela a la demanda.
La guerra alteró la ecuación. La subida de los precios del petróleo significa que los estadounidenses (y los europeos, y los japoneses) están pagando cientos de millones de dólares a los dictadores de Oriente Próximo y a los exportadores de crudo en otros países, en vez de gastar ese dinero en casa.
Además, el dinero de Estados Unidos dedicado a la guerra de Irak no estimula la economía de este país tanto como el que podría invertirse en carreteras, hospitales y escuelas, y tampoco contribuye de la misma forma al crecimiento a largo plazo. Los economistas utilizan la expresión "éxito por dólar", es decir, cuánto estímulo económico proporciona cada dólar que se gasta. Y es difícil imaginar menos "éxito por dólar" que el del dinero que se paga a un contratista nepalés que trabaja en Irak.
Con la salida de tantos dólares al extranjero, la economía estadounidense debería haber evidenciado desde hace tiempo una situación mucho más débil de lo que parecía. Sin embargo, al mismo tiempo que el Gobierno de Bush intentaba ocultar los verdaderos costes de la guerra mediante una contabilidad incompleta y confusa, los fallos de la economía permanecieron ocultos gracias a una inyección de liquidez de la Reserva Federaly una normativa fiscal poco estricta.
Se inyectó tanto dinero en la economía y los reguladores fueron tan poco rigurosos que uno de los principales bancos de Estados Unidos hizo publicidad de sus préstamos con el lema "Cualificado desde que nace"; es decir, en la práctica, no había que cumplir ningún requisito para obtener un crédito. En cierto sentido, la estrategia funcionó: la burbuja inmobiliaria alimentó el auge del consumo mientras la tasa de ahorro se desplomaba a cero. Las debilidades económicas quedaron pospuestas hasta fecha posterior; el Gobierno de Bush confiaba en que no habría que rendir cuentas hasta después de noviembre de 2008. Pero la situación empezó a empeorar en agosto de 2007.
El Gobierno de Bush ha reaccionado ahora con un paquete de estímulos que es demasiado escaso, llega demasiado tarde y está mal diseñado. Para ver lo insuficiente que es, no hay más que compararlo con los más de 1.500 billones de dólares que constituyeron los préstamos con garantía hipotecaria en los últimos años, gastados, en su mayor parte, en consumo. Esa apuesta -basada en la convicción de que los precios de la vivienda iban a seguir subiendo sin cesar- ya no puede sostenerse.
Con la caída de los precios de la vivienda (que va a continuar) y con los bancos inseguros sobre su situación financiera, las instituciones de préstamo no prestarán y las familias no pedirán prestado. Por tanto, aunque es posible que la liquidez inyectada en el sistema financiero por la FED haya impedido el desastre, no va a estimular demasiado el consumo ni la inversión. Por el contrario, irá a parar en gran parte al extranjero. En China, por ejemplo, están preocupados por la posibilidad de que el estímulo de la FED contribuya a aumentar su inflación nacional.
Existe un tercer motivo por el que la guerra de Irak es también negativa desde el punto de vista económico para Estados Unidos. No sólo este país se ha gastado ya mucho dinero en ella -12.000 millones de dólares mensuales, y suma y sigue-, sino que queda aún mucho por pagar, como los gastos de compensación y asistencia sanitaria al 40% de veteranos que vuelve con algún tipo de discapacidad, en numerosos casos muy grave.
Además, esta guerra se ha financiado de manera distinta a cualquier otra guerra de la historia de Estados Unidos y, tal vez, de la historia reciente de cualquier país. Lo normal es que los países pidan un sacrificio común, del mismo modo que piden a sus jóvenes, hombres y mujeres, que arriesguen sus vidas. Se suben los impuestos y se produce un debate sobre qué parte de la carga hay que pasar a las generaciones futuras. Pero en esta guerra no ha habido esa discusión. Cuando Estados Unidos la inició había un déficit. Sin embargo, cosa extraordinaria, Bush pidió y obtuvo un insensato recorte fiscal para los ricos. Eso significa que cada dólar que se ha gastado en la guerra se ha pedido prestado.
Por primera vez desde la Guerra de Independencia de Estados Unidos, hace dos siglos, el país ha tenido que recurrir a acreedores extranjeros, porque las familias estadounidenses no han ahorrado nada. Las cifras son difíciles de creer. La deuda nacional ha aumentado un 50% en ocho años, y casi un billón de dólares de ese aumento es debido a la aventura bélica iraquí; una cantidad que seguramente se incrementará a más del doble en los próximos 10 años.
¿Quién iba a pensar que una Administración podía hacer tanto daño en tan poco tiempo? Estados Unidos y el mundo seguirán pagando las consecuencias durante decenios.