Cómo cuadrar el círculo entre Cuba y EE UU
Cómo cuadrar el círculo entre Cuba y EE UU
Por Jorge Castañeda*
En vista del deterioro de la situación en Gaza, de la persistencia de la crisis financiera internacional, y de su mayor penetración en la economía real del mundo entero, el presidente electo de Estados Unidos, Barack Obama, obviamente tiene otras cosas de que ocuparse que América Latina. No debiera perder de vista la situación en México, ciertamente, que es demasiado importante y problemático para ser desestimado, pero el resto de la región seguramente recibirá más descuido que atención en los próximos meses.
Cuba, sin embargo, se cuece aparte. Por tres razones: en primer lugar porque Obama ha insistido en cambiar la política de Estados Unidos hacia La Habana, ya que el enfoque del último medio siglo evidentemente ha fracasado. En segundo lugar, porque el tránsito paulatino o precipitado de Fidel Castro a la historia creará de manera inevitable una nueva coyuntura en la isla. Y en tercer lugar, porque con o sin razón, la mayoría de los gobiernos de América Latina han colocado la derogación del embargo comercial y la normalización de las relaciones de Estados Unidos con Cuba en el primer lugar de su agenda con la nueva Administración norteamericana. Pero ¿qué puede hacer al respecto, en los hechos, esa nueva Administración?
Si Obama decidiera levantar de manera unilateral el embargo, les enviaría tácitamente a los hermanos Castro y al resto de la región un mensaje ambiguo, a saber, que reconoce los errores pasados de su país, pero también que los derechos humanos y la democracia en Cuba no son asunto suyo -una decisión desafortunada desde cualquier punto de vista-. Además, para proceder de esa manera, necesitaría juntar 60 votos en el Senado, de los cuales en este momento carece y seguirá careciendo, a menos que obtuviera un quid pro quo cubano relativamente explícito en materia de reformas económicas, y esto Raúl Castro simplemente no lo puede conceder, viva o muera su hermano mayor.
Pero si Obama limita el famoso cambio a una simple liberalización del flujo de remesas y de visitas a familiares en la isla, únicamente restauraría el statu quo ante el que imperaba durante la presidencia de Bill Clinton, una mejora sin duda en relación a Bush, pero nada más.
Y por último, si Obama decide que la transformación política de Cuba debe constituir una condición sine qua non para abrogar el embargo y restablecer relaciones diplomáticas completas y normales, seguiría entonces la misma política que sus diez predecesores, todos sin éxito alguno.
Quizás exista una manera de cuadrar el círculo. La cuadratura comenzaría con un fin unilateral del embargo, en el sentido de que no se le pediría ni se esperaría nada del régimen cubano a cambio. Pero también se generaría una serie de concesiones cruzadas que, por un lado, podrían satisfacer al Congreso norteamericano, y por el otro, colocarían los temas más importantes sobre la mesa.
Por último, le permitirían a Obama cumplir sus promesas y a la vez lograr un verdadero avance. A cambio de la abrogación del embargo, varios actores latinoamericanos clave -Brasil, Chile y México- y quizás un europeo -España- se comprometerían a apoyar y buscar activamente un proceso de normalización entre Washington y La Habana que incluyera, a la postre, el establecimiento de la democracia representativa en Cuba, así como un verdadero respeto por los derechos humanos. Los cubanos obtendrían lo que según ellos quieren (aunque muchos observadores tienen sus dudas): un término incondicional a lo que llaman el bloqueo, el principio de un proceso de negociaciones, y quizás incluso el acceso a recursos de los organismos financieros internacionales, que tan desesperadamente necesitan. Los latinoamericanos y europeos alcanzarían también un objetivo deseado: una concesión mayúscula de la nueva Administración, un tema altamente simbólico y conflictivo, pero al final de cuentas secundario para ellos.
Los defensores de los derechos humanos en América Latina y en otros países podrían sentirse satisfechos de que sus preocupaciones (así como las de la comunidad cubana en el extranjero) a propósito de la celebración de elecciones libres, la vigencia de la libertad de prensa y de asociación, la liberación de los presos políticos, etcétera, habrían sido atendidas, si no al principio, por lo menos en alguna etapa previamente acordada de todo el proceso.
A Obama le iría de maravilla con esta fórmula, ya que por un lado sí habría modificado la política tradicional de Estados Unidos hacia Cuba, pero no a cambio de nada: conquistaría el compromiso de los principales actores latinoamericanos y europeos con los principios que el mismo sostiene, a pesar de la tradicional renuencia de estas naciones a involucrarse en los asuntos supuestamente internos de otro país. E incluso aquellos republicanos moderados, cuyos votos le resultarían imprescindibles al nuevo presidente norteamericano, podrían proclamar su fidelidad a su postura tradicional: Estados Unidos no dio algo a cambio de nada. El apoyo público de líderes como Lula, Bachelet y Calderón a un proceso de normalización que no repitiera la vía vietnamita, a saber, reforma económica sin cambio político, ya sin hablar de un cambio de régimen, constituiría un fuerte espaldarazo a Obama.
¿Es concebible que Brasilia, Santiago, México y Madrid acepten un trato de esta índole? Tal vez no, pero tampoco se pierde nada tratando. Y sobre todo, estos países, difícilmente podrían seguir insistiendo en la necesidad de abrogar el embargo y reincorporar a Cuba al concierto hemisférico si Washington acepta proceder exactamente de esa manera, a cambio sólo de que sus vecinos y aliados coadyuven a la aplicación de los principios que ellos respetan, y que se encuentran plasmados en sus propias constituciones, en sus prácticas de los últimos 30 años y en los instrumentos internacionales que han ratificado.
¿Podrían aceptar los cubanos? Aquí la cosa se pone más difícil. Seguramente no mientras viva Fidel, y tal vez ni siquiera después. En ese caso Obama habría levantado el embargo, despojándose de lo que muchos consideran -equivocadamente si examinamos la historia- como la única ficha con la que cuenta Estados Unidos, sin haber recibido nada a cambio. Y los latinoamericanos siempre podrían lavarse las manos sosteniendo que hicieron todo lo que pudieron.
Pero, por otro lado, nadie podría entonces seguir sosteniendo que alguna parte del conflicto que separa a La Habana de Washington se encuentra en el norte. Y si la derogación del embargo -y consecuentemente de todas las restricciones a los viajes en ambas direcciones, al flujo de información y de remesas y a la discusión del tema de la compensación de la propiedad confiscada- obliga a Cuba a abrir su sociedad, a diferencia de China y Vietnam, habrá valido la pena.
*Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.
Por Jorge Castañeda*
En vista del deterioro de la situación en Gaza, de la persistencia de la crisis financiera internacional, y de su mayor penetración en la economía real del mundo entero, el presidente electo de Estados Unidos, Barack Obama, obviamente tiene otras cosas de que ocuparse que América Latina. No debiera perder de vista la situación en México, ciertamente, que es demasiado importante y problemático para ser desestimado, pero el resto de la región seguramente recibirá más descuido que atención en los próximos meses.
Cuba, sin embargo, se cuece aparte. Por tres razones: en primer lugar porque Obama ha insistido en cambiar la política de Estados Unidos hacia La Habana, ya que el enfoque del último medio siglo evidentemente ha fracasado. En segundo lugar, porque el tránsito paulatino o precipitado de Fidel Castro a la historia creará de manera inevitable una nueva coyuntura en la isla. Y en tercer lugar, porque con o sin razón, la mayoría de los gobiernos de América Latina han colocado la derogación del embargo comercial y la normalización de las relaciones de Estados Unidos con Cuba en el primer lugar de su agenda con la nueva Administración norteamericana. Pero ¿qué puede hacer al respecto, en los hechos, esa nueva Administración?
Si Obama decidiera levantar de manera unilateral el embargo, les enviaría tácitamente a los hermanos Castro y al resto de la región un mensaje ambiguo, a saber, que reconoce los errores pasados de su país, pero también que los derechos humanos y la democracia en Cuba no son asunto suyo -una decisión desafortunada desde cualquier punto de vista-. Además, para proceder de esa manera, necesitaría juntar 60 votos en el Senado, de los cuales en este momento carece y seguirá careciendo, a menos que obtuviera un quid pro quo cubano relativamente explícito en materia de reformas económicas, y esto Raúl Castro simplemente no lo puede conceder, viva o muera su hermano mayor.
Pero si Obama limita el famoso cambio a una simple liberalización del flujo de remesas y de visitas a familiares en la isla, únicamente restauraría el statu quo ante el que imperaba durante la presidencia de Bill Clinton, una mejora sin duda en relación a Bush, pero nada más.
Y por último, si Obama decide que la transformación política de Cuba debe constituir una condición sine qua non para abrogar el embargo y restablecer relaciones diplomáticas completas y normales, seguiría entonces la misma política que sus diez predecesores, todos sin éxito alguno.
Quizás exista una manera de cuadrar el círculo. La cuadratura comenzaría con un fin unilateral del embargo, en el sentido de que no se le pediría ni se esperaría nada del régimen cubano a cambio. Pero también se generaría una serie de concesiones cruzadas que, por un lado, podrían satisfacer al Congreso norteamericano, y por el otro, colocarían los temas más importantes sobre la mesa.
Por último, le permitirían a Obama cumplir sus promesas y a la vez lograr un verdadero avance. A cambio de la abrogación del embargo, varios actores latinoamericanos clave -Brasil, Chile y México- y quizás un europeo -España- se comprometerían a apoyar y buscar activamente un proceso de normalización entre Washington y La Habana que incluyera, a la postre, el establecimiento de la democracia representativa en Cuba, así como un verdadero respeto por los derechos humanos. Los cubanos obtendrían lo que según ellos quieren (aunque muchos observadores tienen sus dudas): un término incondicional a lo que llaman el bloqueo, el principio de un proceso de negociaciones, y quizás incluso el acceso a recursos de los organismos financieros internacionales, que tan desesperadamente necesitan. Los latinoamericanos y europeos alcanzarían también un objetivo deseado: una concesión mayúscula de la nueva Administración, un tema altamente simbólico y conflictivo, pero al final de cuentas secundario para ellos.
Los defensores de los derechos humanos en América Latina y en otros países podrían sentirse satisfechos de que sus preocupaciones (así como las de la comunidad cubana en el extranjero) a propósito de la celebración de elecciones libres, la vigencia de la libertad de prensa y de asociación, la liberación de los presos políticos, etcétera, habrían sido atendidas, si no al principio, por lo menos en alguna etapa previamente acordada de todo el proceso.
A Obama le iría de maravilla con esta fórmula, ya que por un lado sí habría modificado la política tradicional de Estados Unidos hacia Cuba, pero no a cambio de nada: conquistaría el compromiso de los principales actores latinoamericanos y europeos con los principios que el mismo sostiene, a pesar de la tradicional renuencia de estas naciones a involucrarse en los asuntos supuestamente internos de otro país. E incluso aquellos republicanos moderados, cuyos votos le resultarían imprescindibles al nuevo presidente norteamericano, podrían proclamar su fidelidad a su postura tradicional: Estados Unidos no dio algo a cambio de nada. El apoyo público de líderes como Lula, Bachelet y Calderón a un proceso de normalización que no repitiera la vía vietnamita, a saber, reforma económica sin cambio político, ya sin hablar de un cambio de régimen, constituiría un fuerte espaldarazo a Obama.
¿Es concebible que Brasilia, Santiago, México y Madrid acepten un trato de esta índole? Tal vez no, pero tampoco se pierde nada tratando. Y sobre todo, estos países, difícilmente podrían seguir insistiendo en la necesidad de abrogar el embargo y reincorporar a Cuba al concierto hemisférico si Washington acepta proceder exactamente de esa manera, a cambio sólo de que sus vecinos y aliados coadyuven a la aplicación de los principios que ellos respetan, y que se encuentran plasmados en sus propias constituciones, en sus prácticas de los últimos 30 años y en los instrumentos internacionales que han ratificado.
¿Podrían aceptar los cubanos? Aquí la cosa se pone más difícil. Seguramente no mientras viva Fidel, y tal vez ni siquiera después. En ese caso Obama habría levantado el embargo, despojándose de lo que muchos consideran -equivocadamente si examinamos la historia- como la única ficha con la que cuenta Estados Unidos, sin haber recibido nada a cambio. Y los latinoamericanos siempre podrían lavarse las manos sosteniendo que hicieron todo lo que pudieron.
Pero, por otro lado, nadie podría entonces seguir sosteniendo que alguna parte del conflicto que separa a La Habana de Washington se encuentra en el norte. Y si la derogación del embargo -y consecuentemente de todas las restricciones a los viajes en ambas direcciones, al flujo de información y de remesas y a la discusión del tema de la compensación de la propiedad confiscada- obliga a Cuba a abrir su sociedad, a diferencia de China y Vietnam, habrá valido la pena.
*Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.
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