Coronación de Obama
Por Lluís Bassets*
La república más moderna, más potente, más pura, debía dotarse de un ritual que rivalizara con las antiguas consagraciones monárquicas. De ahí esta ceremonia de hoy, que supera los ritos que ya casi desaparecieron de las testas coronadas arrodilladas ante el Dios de donde surgía su poder, bajo palio, entre el incienso y al ritmo de himnos sagrados, acompañados, vigilados y tutelados por los sacerdotes y pontífices de la única religión verdadera. Eran ceremonias donde se producía una operación de orden simbólico, por la que se transmitía el poder desde su origen a quien lo ejercía.
En Washington,la divinidad es el pueblo y el sumo sacerdote es el presidente del Tribunal Supremo, pero la ceremonia tiene idéntica función. La fiesta es una enorme misa popular en la que se celebra la relación directa entre el soberano y quien lo encarna, el pueblo y el presidente: juramento, discurso, desfile, banquete y bailes populares sirven para balizar y representar en una sola jornada, la misa de un día entero, esta relación estrecha, también física, entre el Presidente y los ciudadanos, que se concreta en el juramento del pacto de soberanía, las reglas de juego a las que se someterá el gobernante.
Estados Unidos es una república presidencial, en la que el presidente tiene unos poderes que desbordan los de un simple ejecutivo. Una de sus mejores cosas, definitivamente republicana en relación a las viejas monarquías, ha sido precisamente vulnerada por quien deja de ser hoy presidente para pasarle el relevo al siguiente: nadie, ni el presidente, está por encima de la Constitución.
Pero la elección no es por sufragio popular directo, como sucede en Francia; de ahí también una cierta necesidad adicional de escenificar y simbolizar la comunión entre presidente y pueblo, esa relación directa que vinculará a los ciudadanos con su primer magistrado. La aclamación, la comunicación verbal y la fiesta se convierten así en complementos del procedimiento de elección indirecta por el voto de los delegados elegidos el 4 de noviembre, un acto que se celebró el 15 de diciembre sin la menor atención de la opinión pública.
La Casa Blanca durante una larga época estaba abierta a todo el mundo que entraba y salía e incluso comía y bebía a expensas del presidente. Hasta hace bien poco tiempo la seguridad todavía no había bloqueado las calles adyacentes y los washingtonianos podían entrar en los jardines y visitar la mansión con gran facilidad. El lugar donde vive el presidente cumplía también así una función democrática, mansión ciudadana en medio de la ciudad, abierta a los conciudadanos. Ahora en cambio, la Casa Blanca ha perdido el aura original y es de nuevo un castillo cerrado como el de los viejos monarcas europeos donde se efectúan todas las manipulaciones secretas. El morbo y el ansia del ‘caso Lewinski’ deriva de esta sospecha generalizada: ¿qué estarán haciendo ahí dentro con nuestro dinero esos políticos tan poco decentes?
La lista de los presidentes del Supremo que tomaron juramento a los presidentes de la Unión habla por sí sola respecto a la historia de la ceremonia y su significado. Son los sumos sacerdotes ancianos, los magistrados del Supremo, los únicos cargos vitalicios de la república, quienes ofrecen la imagen de continuidad en el día de la Inauguración y una continuidad real en sus sentencias, cuya decantación ideológica desborda las presidencias.
Hoy se estrena en esta labor inaugural el juez John Glover Roberts, presidente nombrado en 2005 por George W. Bush, de indudable ideología conservadora y dispuesto lógicamente a dejar profunda huella en la jurisprudencia constitucional americana. Nació en 1955, por lo que se supone que tiene por delante todavía un larguísimo trecho de sentencias y de tomas de juramentos presidenciales. El tribunal que preside constituye el auténtico legado ideológico de Bush, que Obama irá enmendando suavemente con los sucesivos nombramiento por muerte o dimisión de los magistrados vitalicios.
¿Y qué decir del pueblo? El de Washington ha votado a este presidente de forma masiva. Obama es el presidente de los washingtonianos, afro americanos en su mayoría. Todos los norteamericanos quieren estar en Washington hoy, para participar de la comunión de masas. Y los que no, lo seguirán por televisión, en una de las grandes retransmisiones históricas y de las que hacen historia. El pueblo de hoy en día no se entiende sin las pantallas de televisión y de los ordenadores, sin los teléfonos móviles y el correo electrónico, pero necesita también a la masa incandescente alrededor de su ídolo para redondear la representación de la gran ceremonia del poder presidencial.
(Una de las cosas más certeras e inteligentes que se ha escrito estos días al comparar al presidente que hoy se va con el que hoy llega es esta frase de Maureen Dowd en el New York Times: “W [George W. Bush] vive en la sombra de la presencia de su padre, mientras que Obama vive en la sombra de la ausencia de su padre”.)
Publicado en el Blog de Lluís Bassets 20/1/2009
La república más moderna, más potente, más pura, debía dotarse de un ritual que rivalizara con las antiguas consagraciones monárquicas. De ahí esta ceremonia de hoy, que supera los ritos que ya casi desaparecieron de las testas coronadas arrodilladas ante el Dios de donde surgía su poder, bajo palio, entre el incienso y al ritmo de himnos sagrados, acompañados, vigilados y tutelados por los sacerdotes y pontífices de la única religión verdadera. Eran ceremonias donde se producía una operación de orden simbólico, por la que se transmitía el poder desde su origen a quien lo ejercía.
En Washington,la divinidad es el pueblo y el sumo sacerdote es el presidente del Tribunal Supremo, pero la ceremonia tiene idéntica función. La fiesta es una enorme misa popular en la que se celebra la relación directa entre el soberano y quien lo encarna, el pueblo y el presidente: juramento, discurso, desfile, banquete y bailes populares sirven para balizar y representar en una sola jornada, la misa de un día entero, esta relación estrecha, también física, entre el Presidente y los ciudadanos, que se concreta en el juramento del pacto de soberanía, las reglas de juego a las que se someterá el gobernante.
Estados Unidos es una república presidencial, en la que el presidente tiene unos poderes que desbordan los de un simple ejecutivo. Una de sus mejores cosas, definitivamente republicana en relación a las viejas monarquías, ha sido precisamente vulnerada por quien deja de ser hoy presidente para pasarle el relevo al siguiente: nadie, ni el presidente, está por encima de la Constitución.
Pero la elección no es por sufragio popular directo, como sucede en Francia; de ahí también una cierta necesidad adicional de escenificar y simbolizar la comunión entre presidente y pueblo, esa relación directa que vinculará a los ciudadanos con su primer magistrado. La aclamación, la comunicación verbal y la fiesta se convierten así en complementos del procedimiento de elección indirecta por el voto de los delegados elegidos el 4 de noviembre, un acto que se celebró el 15 de diciembre sin la menor atención de la opinión pública.
La Casa Blanca durante una larga época estaba abierta a todo el mundo que entraba y salía e incluso comía y bebía a expensas del presidente. Hasta hace bien poco tiempo la seguridad todavía no había bloqueado las calles adyacentes y los washingtonianos podían entrar en los jardines y visitar la mansión con gran facilidad. El lugar donde vive el presidente cumplía también así una función democrática, mansión ciudadana en medio de la ciudad, abierta a los conciudadanos. Ahora en cambio, la Casa Blanca ha perdido el aura original y es de nuevo un castillo cerrado como el de los viejos monarcas europeos donde se efectúan todas las manipulaciones secretas. El morbo y el ansia del ‘caso Lewinski’ deriva de esta sospecha generalizada: ¿qué estarán haciendo ahí dentro con nuestro dinero esos políticos tan poco decentes?
La lista de los presidentes del Supremo que tomaron juramento a los presidentes de la Unión habla por sí sola respecto a la historia de la ceremonia y su significado. Son los sumos sacerdotes ancianos, los magistrados del Supremo, los únicos cargos vitalicios de la república, quienes ofrecen la imagen de continuidad en el día de la Inauguración y una continuidad real en sus sentencias, cuya decantación ideológica desborda las presidencias.
Hoy se estrena en esta labor inaugural el juez John Glover Roberts, presidente nombrado en 2005 por George W. Bush, de indudable ideología conservadora y dispuesto lógicamente a dejar profunda huella en la jurisprudencia constitucional americana. Nació en 1955, por lo que se supone que tiene por delante todavía un larguísimo trecho de sentencias y de tomas de juramentos presidenciales. El tribunal que preside constituye el auténtico legado ideológico de Bush, que Obama irá enmendando suavemente con los sucesivos nombramiento por muerte o dimisión de los magistrados vitalicios.
¿Y qué decir del pueblo? El de Washington ha votado a este presidente de forma masiva. Obama es el presidente de los washingtonianos, afro americanos en su mayoría. Todos los norteamericanos quieren estar en Washington hoy, para participar de la comunión de masas. Y los que no, lo seguirán por televisión, en una de las grandes retransmisiones históricas y de las que hacen historia. El pueblo de hoy en día no se entiende sin las pantallas de televisión y de los ordenadores, sin los teléfonos móviles y el correo electrónico, pero necesita también a la masa incandescente alrededor de su ídolo para redondear la representación de la gran ceremonia del poder presidencial.
(Una de las cosas más certeras e inteligentes que se ha escrito estos días al comparar al presidente que hoy se va con el que hoy llega es esta frase de Maureen Dowd en el New York Times: “W [George W. Bush] vive en la sombra de la presencia de su padre, mientras que Obama vive en la sombra de la ausencia de su padre”.)
Publicado en el Blog de Lluís Bassets 20/1/2009
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