Discurso de Mauricio Funes, el hombre que quiere cambiar nuestro pequeño mundo

Por José Manuel Ortiz Benítez

Al lado de La Luchuza, una de las tantas quebradas que bajan contaminantes desde arriba del Boquerón –monte que adorna esta bella ciudad de San Salvador– se erige el Centro Internacional de Ferias y Convenciones, un enjambre de modernos pabellones reservados para las grandes ocasiones.

La jefa de protocolo y comunicación, cuyo nombre no recuerdo, dijo a los periodistas apiñados en el pabellón número 10, “saquen sus acreditaciones …las damas van primero”.

Se armó un gran barullo y pasaron delante aquellos fotógrafos y periodistas más sueltos de patas. Después de correr como un avestruz alocado, llegué a la tarima prioridad 1, zona designada a la prensa internacional.

La jefa de protocolo y comunicación era como una especie de señorita Rotter Mayer: quería que los casi 150 periodistas, encasillados en menos de 40 metros cuadrados, no nos moviéramos ni medio centímetro del lugar donde habíamos aterrizado para pescar la mejor imagen del día.

El anfiteatro se llenó a más no poder, pero los señores programados para ocupar las sillas de la mesa en la parte central del Olimpo no aparecían. El retraso se volvió más evidente en el balbuceo generalizado de los afortunados presentes.

Largo rato después, ”Señoras y Señores, la entrada de las misiones oficiales” anunció el Ilustrísimo Presidente de la Asamblea Legislativa, el Sr. Ciro Cruz Zepeda.

La banda militar se encendió 10 minutos y por la escalinata solo se observó descender al diputado Oreste Ortez, quien probablemente habría estado celebrando hasta las tantas la noche anterior, puesto que cuando el excelentísimo Sifgredo Reyes, vicepresidente de la Asamblea, pasó lista, como maestro de kindergarden, para establecer el quorum protocolar, el retrasado, que decendía románticamente con su mujer, se encontraba ausente en el hemiciclo.

Finalmente, descendieron por la escalinata cubierta de rojo los señores jefes de estado, herederos y resto de misiones internacionales. El gran ausente: Hugo Chávez el presidente de Venezuela. "Mejor que no venga" dijo uno que estaba cerca.

Una pequeña eternidad dio paso al señor presidente saliente, Elías Antonio Saca, quien rápidamente se quitó la presidencial de su tórax alzando el codo derecho y agachando ligeramente la frente hasta conseguir hacer pasar la banda tricolor por encima de su cabeza. Se la entregó en la mano al Sr. Zepeda y se fue sin esperar.

El presidente electo, Mauricio Funes, hizo el movimiento contrario al que había hecho el Sr. Saca y se enfundó la tricolor presidencial dejando el escudo nacional ligeramente descentrado en su pecho, muy cerca al corazón.

“Sí, protesto” dijo Funes, con gran convicción.

Antes el Sr. Ciro Cruz Zepeda, quien cargaba con un bigote espeso extra que se miraba como una manchita negra curveada desde el otro lado del anfiteatro, le había espetado al presidente entrante un “complimiento exacto” de la Constitución.

Funes no solo habló de hacer eso –cumplir y hacer cumplir la constitución a raja tabla– sino que fue mucho más allá. Habló de crear “100,000 empleos en 18 meses”, dar a “500,000 niños alimentación escolar” gratuita, a 1,000,000 “uniformes escolares”, una “pensión mínima” a los más olvidados de red solidaria, así mismo anunció la “eliminación de las cuotas del sistema de salud pública”, habló de una especie “de revolución pública” y de muchas otras reinvenciones en el sector.

Funes también aprovechó su látigo verbal para arremeter contra aquellos que gobernaron bajo la sombra del cinismo. “Se acabó el padrinaje y la impunidad” arreó con fuerza a los honorables salientes. En ese momento, Saca, que estaba medio dormido en la silla en la parte central de la mesa allá en el Olimpo, se rascó las barbillas. Sin embargo, su amigo, Lula da Silva, que estaba en el otro costado del Olimpo, pareció romper en lágrimas, como otros muchos de los presentes.

El éctasis del discurso apareció cuando Funes anunció que había estado, esa misma mañana, en la tumba en cuyos bajos yacen silenciosamente los restos del que una vez fuera Arzobispo de San Salvador, Monseñor Oscar Arnulfo Romero.

En esa parte del discurso, la ágil lengua del orador se paralizó largos segundos. Alguien en las gradas del anfiteatro gritaba con el corazón encogido, manteniendo con sus manos extendidas hacia el cielo la imagen del mártir asesinado.

Unas tímidas lágrimas parecieron asomar en los ojos del orador.

Era el final del discurso del hombre que promete cambiar nuestro pequeño mundo.

Como dijo ahí mismo otro orador “Que Dios lo ilumine”.

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