La tentación de Álvaro Uribe
Por Tomás Elloy Martínez*
Hace medio siglo, cuando las guerras sin fin terminaron de desgarrarle las entrañas, se instaló en Colombia una paz que parecía por fin inquebrantable.
Después de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, un pacto de paz permitió que el partido Liberal y el Conservador se alternaran en el poder durante 16 años. A partir de esa tregua, que empezó en 1957, la democracia colombiana se volvió estable y previsible.
En 1991, cuando era ya evidente que el narcotráfico tejía los hilos de la política y tendía a imponer a sus hombres en el poder, la Constitución fue reformada para impedir la reelección del presidente por un segundo periodo de cuatro años. Fue un triunfo importante para el buen resguardo de las instituciones y para evitar que la corrupción siguiera entrometiéndose en los asuntos públicos.
El liberal César Gaviria dio una lección de dignidad cívica al negarse a ser reelegido en 1995 pese a su decisiva popularidad. Había impulsado la Constitución de 1991 y le pareció que era su obligación dar el ejemplo.
Dos periodos más tarde, el ex liberal Álvaro Uribe Vélez aplastó a la guerrilla, acorraló a los carteles de Cali y Medellín y consiguió extraditar a decenas de jefes narcos. Sabía que a nada temen tanto los narcotraficantes como a ser juzgados en Estados Unidos, donde los esperan carceleros indiferentes a los sobornos y a las amenazas.
La sensación de paz se adueñó de Colombia y el éxito de las políticas conservadoras de Uribe hizo crecer su nombre en las encuestas. Continuar en el poder se convirtió para él en una tentación irresistible. Quienes lo cortejaban insistían en lo de siempre: que el presidente necesitaba más tiempo para completar su obra. Una reforma legislativa le permitió ser elegido por segunda vez.
Ahora, un "referendo popular reeleccionista" aprobado en el Congreso por abrumadora mayoría lo autoriza a presentarse como candidato para un tercer periodo. Hay plazo formal hasta el 30 de noviembre para que Uribe anuncie si eso es lo que lo quiere. Vaya si lo quiere.
Se trata de un sutil movimiento de ajedrez para que lo animen a lanzarse a una aventura sin riesgos. Las encuestas le dan entre un 63% y un 70% de aprobación y no hay el menor indicio de que esos índices bajen. Le bastará ser candidato para vencer en la primera vuelta, pero antes tiene que esperar. La realidad, no la buena voluntad de los votantes, está dándole algunos disgustos.
A comienzos de 2009 saltó a la luz la noticia de que los cadáveres de 19 jóvenes habían aparecido en dos pueblos del departamento del Norte de Santander, cerca de la frontera con Venezuela. El Ejército informó que se trataba de guerrilleros muertos en combate. Era, en apariencia, otro éxito militar de Uribe, quien ha exigido a las Fuerzas Armadas triunfos rápidos y contundentes en la lucha contra la guerrilla.
Pero las víctimas no eran guerrilleros sino campesinos y jóvenes humildes de las afueras de Bogotá, a quienes oficiales ambiciosos habían emboscado con promesas de trabajo y de una vida menos miserable en otros municipios. Así creían asegurarse los ascensos, licencias y medallas que el Gobierno había prometido a quienes "mejor sirvieran a la patria".
El escándalo de los llamados falsos positivos conmovió a Colombia, y cuando se supo que no se trataba de un episodio aislado sino de una rutina macabra, cayó sobre la presidencia de Uribe una mancha difícil de olvidar.
¿Qué, de lo que hizo el presidente, fue tan distinto de lo que hicieron sus predecesores? Para empezar, nunca creyó que tuviera sentido negociar con los insurgentes. No había cumplido aún 30 años cuando su padre fue asesinado por una patrulla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). Ese recuerdo amargo le marcó la vida.
Durante la campaña para su primera presidencia como candidato disidente del Partido Liberal, Uribe no negó la dureza extrema de las medidas que se aprestaba a tomar ni disimuló su perfil conservador. No estaba dispuesto a fracasar, y no fracasó, aunque los gastos militares subieron a las nubes. La suerte, además, se puso de su lado. El 26 de marzo de 2008 una enfermedad mortal acabó con la vida de Manuel Marulanda, alias Tirofijo, comandante y miembro fundador de las FARC.
La popularidad se le subió a la cabeza y el virus latinoamericano de la re-reelección empezó a contagiarlo.
Desde que aceptó la idea de un tercer mandato algunas cosas empezaron a salirle mal, sin embargo. Por primera vez en más de una década, la economía de Colombia tendrá en 2009 un crecimiento negativo. La pobreza se mantiene, y hay una diferencia abismal entre la calidad de vida de las clases sociales que están en los extremos.
Su defensa cerrada de los ideales conservadores sigue atrayendo a los inversores extranjeros, a los que Uribe transmite una firme sensación de estabilidad. Los votantes se declaran felices por vivir en paz después de décadas de guerras de todos contra todos. A la mayoría no le preocupa el precio de esa paz.
Allí donde todos fracasaron, Uribe ofrece resultados elocuentes. Los secuestros han disminuido en casi un 85%. Los jefes del narcotráfico han sido cazados gracias a un cuidadoso tejido de espionajes y delaciones.
Uno de los puntos más débiles de su Administración es la defensa de las fronteras con Venezuela y Ecuador, donde las guerrillas conservan sus principales santuarios. Para enfrentar el problema, Colombia ha aceptado 6.000 millones de dólares de Estados Unidos, que se comprometió a invertir en la guerra. La cifra puede aumentar si Washington instala en territorio colombiano siete bases nuevas, que se sumarían a la de Palanquero, una pista militar de 3.200 metros perdida en el centro del país, donde se están instalando equipos de inteligencia para enfrentar a las bandas de narcos que operan en el Pacífico colombiano.
Como era de esperar, el presidente venezolano Hugo Chávez montó en cólera. Cuando los representantes de Unasur (Unión de Naciones Sudamericanas) se reunieron en Bariloche el pasado 28 de agosto, Chávez reclamó que se revirtiera la alianza militar empleando su ya clásica retórica antiimperialista. Uribe defendió sus argumentos con firmeza y salió airoso ante el tribunal de pares que había llegado dispuesto a condenarlo.
Tuvo la astucia de exigir que los debates fueran televisados, para que la incontinencia verbal de Chávez delatara las torpezas de su discurso. Y una vez más salió airoso. En el documento final de la Unasur no aparece un solo renglón de condena a Colombia o de rechazo a las bases militares.
A diferencia de lo que le ha ocurrido a la mayoría de los presidentes latinoamericanos, que llegan al final de sus mandatos con un desgaste previsible, ninguna tormenta oscurece por ahora la popularidad de Uribe.
Sus aspiraciones no se detienen en la búsqueda de un tercer mandato, algo que sólo el 20 de noviembre quedará en claro. Lo que pretende es un lugar seguro en la historia.
Quizá lo tenga ya, pero falta mucho para saber si ese lugar es bueno o malo. Después de Napoleón, a quien Uribe admira, nadie desafía a las instituciones sin pagar un precio muy alto.
Tomás Eloy Martínez es escritor y director del programa de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Rutgers. Fue nominado recientemente para el primer Premio Internacional de Man Booke. El pasado mes de mayo recibió el Premio Ortega y Gasset de Periodismo. © 2009 Tomás Eloy Martínez. Distribuido por The New York Times Syndicate.
Hace medio siglo, cuando las guerras sin fin terminaron de desgarrarle las entrañas, se instaló en Colombia una paz que parecía por fin inquebrantable.
Después de la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, un pacto de paz permitió que el partido Liberal y el Conservador se alternaran en el poder durante 16 años. A partir de esa tregua, que empezó en 1957, la democracia colombiana se volvió estable y previsible.
En 1991, cuando era ya evidente que el narcotráfico tejía los hilos de la política y tendía a imponer a sus hombres en el poder, la Constitución fue reformada para impedir la reelección del presidente por un segundo periodo de cuatro años. Fue un triunfo importante para el buen resguardo de las instituciones y para evitar que la corrupción siguiera entrometiéndose en los asuntos públicos.
El liberal César Gaviria dio una lección de dignidad cívica al negarse a ser reelegido en 1995 pese a su decisiva popularidad. Había impulsado la Constitución de 1991 y le pareció que era su obligación dar el ejemplo.
Dos periodos más tarde, el ex liberal Álvaro Uribe Vélez aplastó a la guerrilla, acorraló a los carteles de Cali y Medellín y consiguió extraditar a decenas de jefes narcos. Sabía que a nada temen tanto los narcotraficantes como a ser juzgados en Estados Unidos, donde los esperan carceleros indiferentes a los sobornos y a las amenazas.
La sensación de paz se adueñó de Colombia y el éxito de las políticas conservadoras de Uribe hizo crecer su nombre en las encuestas. Continuar en el poder se convirtió para él en una tentación irresistible. Quienes lo cortejaban insistían en lo de siempre: que el presidente necesitaba más tiempo para completar su obra. Una reforma legislativa le permitió ser elegido por segunda vez.
Ahora, un "referendo popular reeleccionista" aprobado en el Congreso por abrumadora mayoría lo autoriza a presentarse como candidato para un tercer periodo. Hay plazo formal hasta el 30 de noviembre para que Uribe anuncie si eso es lo que lo quiere. Vaya si lo quiere.
Se trata de un sutil movimiento de ajedrez para que lo animen a lanzarse a una aventura sin riesgos. Las encuestas le dan entre un 63% y un 70% de aprobación y no hay el menor indicio de que esos índices bajen. Le bastará ser candidato para vencer en la primera vuelta, pero antes tiene que esperar. La realidad, no la buena voluntad de los votantes, está dándole algunos disgustos.
A comienzos de 2009 saltó a la luz la noticia de que los cadáveres de 19 jóvenes habían aparecido en dos pueblos del departamento del Norte de Santander, cerca de la frontera con Venezuela. El Ejército informó que se trataba de guerrilleros muertos en combate. Era, en apariencia, otro éxito militar de Uribe, quien ha exigido a las Fuerzas Armadas triunfos rápidos y contundentes en la lucha contra la guerrilla.
Pero las víctimas no eran guerrilleros sino campesinos y jóvenes humildes de las afueras de Bogotá, a quienes oficiales ambiciosos habían emboscado con promesas de trabajo y de una vida menos miserable en otros municipios. Así creían asegurarse los ascensos, licencias y medallas que el Gobierno había prometido a quienes "mejor sirvieran a la patria".
El escándalo de los llamados falsos positivos conmovió a Colombia, y cuando se supo que no se trataba de un episodio aislado sino de una rutina macabra, cayó sobre la presidencia de Uribe una mancha difícil de olvidar.
¿Qué, de lo que hizo el presidente, fue tan distinto de lo que hicieron sus predecesores? Para empezar, nunca creyó que tuviera sentido negociar con los insurgentes. No había cumplido aún 30 años cuando su padre fue asesinado por una patrulla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia). Ese recuerdo amargo le marcó la vida.
Durante la campaña para su primera presidencia como candidato disidente del Partido Liberal, Uribe no negó la dureza extrema de las medidas que se aprestaba a tomar ni disimuló su perfil conservador. No estaba dispuesto a fracasar, y no fracasó, aunque los gastos militares subieron a las nubes. La suerte, además, se puso de su lado. El 26 de marzo de 2008 una enfermedad mortal acabó con la vida de Manuel Marulanda, alias Tirofijo, comandante y miembro fundador de las FARC.
La popularidad se le subió a la cabeza y el virus latinoamericano de la re-reelección empezó a contagiarlo.
Desde que aceptó la idea de un tercer mandato algunas cosas empezaron a salirle mal, sin embargo. Por primera vez en más de una década, la economía de Colombia tendrá en 2009 un crecimiento negativo. La pobreza se mantiene, y hay una diferencia abismal entre la calidad de vida de las clases sociales que están en los extremos.
Su defensa cerrada de los ideales conservadores sigue atrayendo a los inversores extranjeros, a los que Uribe transmite una firme sensación de estabilidad. Los votantes se declaran felices por vivir en paz después de décadas de guerras de todos contra todos. A la mayoría no le preocupa el precio de esa paz.
Allí donde todos fracasaron, Uribe ofrece resultados elocuentes. Los secuestros han disminuido en casi un 85%. Los jefes del narcotráfico han sido cazados gracias a un cuidadoso tejido de espionajes y delaciones.
Uno de los puntos más débiles de su Administración es la defensa de las fronteras con Venezuela y Ecuador, donde las guerrillas conservan sus principales santuarios. Para enfrentar el problema, Colombia ha aceptado 6.000 millones de dólares de Estados Unidos, que se comprometió a invertir en la guerra. La cifra puede aumentar si Washington instala en territorio colombiano siete bases nuevas, que se sumarían a la de Palanquero, una pista militar de 3.200 metros perdida en el centro del país, donde se están instalando equipos de inteligencia para enfrentar a las bandas de narcos que operan en el Pacífico colombiano.
Como era de esperar, el presidente venezolano Hugo Chávez montó en cólera. Cuando los representantes de Unasur (Unión de Naciones Sudamericanas) se reunieron en Bariloche el pasado 28 de agosto, Chávez reclamó que se revirtiera la alianza militar empleando su ya clásica retórica antiimperialista. Uribe defendió sus argumentos con firmeza y salió airoso ante el tribunal de pares que había llegado dispuesto a condenarlo.
Tuvo la astucia de exigir que los debates fueran televisados, para que la incontinencia verbal de Chávez delatara las torpezas de su discurso. Y una vez más salió airoso. En el documento final de la Unasur no aparece un solo renglón de condena a Colombia o de rechazo a las bases militares.
A diferencia de lo que le ha ocurrido a la mayoría de los presidentes latinoamericanos, que llegan al final de sus mandatos con un desgaste previsible, ninguna tormenta oscurece por ahora la popularidad de Uribe.
Sus aspiraciones no se detienen en la búsqueda de un tercer mandato, algo que sólo el 20 de noviembre quedará en claro. Lo que pretende es un lugar seguro en la historia.
Quizá lo tenga ya, pero falta mucho para saber si ese lugar es bueno o malo. Después de Napoleón, a quien Uribe admira, nadie desafía a las instituciones sin pagar un precio muy alto.
Tomás Eloy Martínez es escritor y director del programa de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Rutgers. Fue nominado recientemente para el primer Premio Internacional de Man Booke. El pasado mes de mayo recibió el Premio Ortega y Gasset de Periodismo. © 2009 Tomás Eloy Martínez. Distribuido por The New York Times Syndicate.
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