La primavera y el otoño
Por CRISTOVAM BUARQUE
En el curso de unas pocas semanas, el mundo ha podido asistir a una serie de manifestaciones sociales sorprendentemente parecidas en lugares muy diferentes. La movilización de la plaza Tahrir, en El Cairo, y las de la plaza de Cataluña, en Barcelona, y la Puerta del Sol, en Madrid. Ambos movimientos se asemejan, especialmente en su descontento con los políticos y los partidos tradicionales. A partir de ahí todo es diferente, en sus causas y en sus perspectivas.
El movimiento árabe es el comienzo de una nueva época democrática. El movimiento europeo es el fin de una época, de un modelo exitoso, aunque insatisfactorio. Por eso, si se habla de primavera en Egipto, en las dos plazas españolas cabría hablar de otoño.
La primavera árabe tiene como causa la falta de legitimidad de regímenes que no permiten la alternancia en el poder: basados en partidos únicos o casi únicos, han edificado corruptos sistemas que mezclan con promiscuidad lo público y lo privado, han llevado al enriquecimiento de las familias que ocupan el poder y han perpetuado sistemas económicos incapaces de conseguir que disminuyan los sufrimientos de la pobreza.
El otoño europeo se produce porque, a pesar de disponer de todo lo que los árabes están descubriendo ahora, el sistema ofrece signos de agotamiento. Se ha terminado el maridaje que hace siglos permitió a Europa unir la democracia política con el crecimiento económico y la justicia social. El crecimiento económico encuentra barreras de signo ecológico para su desarrollo y ha dejado de generar empleo, sobre todo para los jóvenes; el Estado de bienestar se ve estrangulado a causa de las limitaciones fiscales, que impiden la ampliación de los servicios públicos a los jóvenes de hoy. Aparte de eso, los partidos han dejado de representar alternativas. Los dictadores árabes crearon partidos únicos, pero en la democracia europea los partidos han acabado siendo tan parecidos que es difícil considerarlos diferentes. La primavera árabe es el resultado de la falta de legitimidad de la política; el otoño europeo es la consecuencia de la falta de imaginación de los políticos.
La imaginación árabe se limita a la búsqueda de la democracia que Europa ya posee. Por tal razón, es una primavera con la posibilidad de llegar al modesto verano de una nueva constitución que permita organizar partidos, separar los negocios públicos de los privados y hasta detener a los políticos corruptos, elegir presidentes, alcanzar la libertad de imprenta y la independencia de los poderes legislativo y judicial. Todo lo que Europa ya tiene.
En Egipto se quería derribar a Mubarak y elegir un nuevo presidente. En Europa, los indignados
quieren derribar a los actuales gobernantes, pero no quieren colocar a la oposición en su lugar. Rechazan el presente, pero carecen de certezas sobre el futuro. El mundo árabe vive una primavera porque el verano al que aspira es el presente de Europa, que se está agotando. Por tal razón, lo que a Europa se le presenta por delante es la posibilidad de un invierno.
El optimismo de la primavera en los países árabes proviene de la modestia de propósitos realizables; el pesimismo en Europa proviene de la imposibilidad de ir más allá de lo que ya se ha hecho.
El gran desafío para transformar el otoño en una primavera es idear alternativas viables para una nueva época. No limitándose a repetir experiencias, a copiar proyectos ya puestos a prueba, como lo que intentan los jóvenes árabes. En Europa se trata de inventar un nuevo modelo. Los jóvenes árabes miran hacia tierras europeas, los españoles miran hacia el futuro. Eso exige un cambio mucho más profundo que el que conduce de la dictadura a la democracia, o del capitalismo al socialismo. El desafío europeo consiste en imaginar una nueva civilización, que vaya más allá de la industrial, más allá del PIB, en pos de un nuevo concepto de riqueza, de consumo material y privado, en pos del bienestar público e inmaterial. En lugar de más coches, más tiempo libre, sin depredación ambiental. Salir de la globalización excluyente en pos de una internacionalización incluyente.
La motivación de los jóvenes árabes es política, la de los españoles es moral.
Este difícil desafío de la imaginación no es más que el primer paso, pues queda levantar un proyecto político: el de difundir las nuevas ideas y conseguir el apoyo de las masas hacia una propuesta que exigirá una nueva mentalidad. Los jóvenes de Tahrir desean un mundo diferente al de sus padres. No se sabe si lo que los indignados españoles desean es un mundo diferente al de sus padres o los privilegios de los que estos gozaron gracias a la euforia del maridaje entre crecimiento económico, democracia y justicia social, que les facilitó el bienestar, un alto consumo y hasta la solidaridad con los inmigrantes. Los jóvenes de Egipto quieren ser incluidos en la política, los de Europa lo que quieren es no quedar excluidos de la economía, sino conservar el bienestar social del consumo, por más que el crecimiento se haya detenido, el empleo escasee y los beneficios sociales se hayan vuelto inviables.
A pesar del optimismo que han despertado los árabes, es en Europa donde podemos albergar esperanzas en la formulación de lo nuevo, que vaya más allá de lo que es el nuevo Egipto, ya viejo, sin embargo, para España. Es en la plaza de Cataluña o en la Puerta del Sol donde está lo más difícil, pues es de ahí de donde podrá salir realmente lo nuevo, porque el verano árabe es el verano del año pasado y solo después de que pase el otoño podrá llegar el verano del próximo año.
Los jóvenes egipcios quieren afiliarse a los partidos y votar a sus candidatos; los españoles quieren repudiar a los partidos y votar nulo, o no votar siquiera. Recurren a acciones como votar en blanco, retirar todos juntos el dinero del banco en un mismo día, establecer un día sin compras, dejar de usar coches y usar el transporte público.
En la plaza Tahrir había una consigna -"¡Fuera Mubarak!"-, en la plaza de Cataluña o en la Puerta del Sol vemos diversos grupos, debatiendo temas diferentes, indignados, aunque sin una propuesta aglutinadora todavía. Todos unidos en el descontento. Pero ¿cuántos aceptarán el decrecimiento para mantener el equilibrio ecológico? ¿La reducción de la jornada de trabajo con más tiempo libre y pleno empleo, aunque con menores salarios? ¿La solidaridad con los inmigrantes a costa de reducir los beneficios sociales? ¿La garantía de estabilidad monetaria y equilibrio fiscal a cambio de la reforma de la Seguridad Social?
Tahrir es el símbolo de un pequeño avance que se aprecia con nitidez; las plazas europeas son símbolos de perplejidad antes de un gran salto. Antes de esto, sin embargo, el tiempo aquí es otoñal; allá, de primavera.
Cristovam Buarque es profesor de la Universidad de Brasilia y senador de la República de Brasil. Traducción de Carlos Gumpert.
En el curso de unas pocas semanas, el mundo ha podido asistir a una serie de manifestaciones sociales sorprendentemente parecidas en lugares muy diferentes. La movilización de la plaza Tahrir, en El Cairo, y las de la plaza de Cataluña, en Barcelona, y la Puerta del Sol, en Madrid. Ambos movimientos se asemejan, especialmente en su descontento con los políticos y los partidos tradicionales. A partir de ahí todo es diferente, en sus causas y en sus perspectivas.
El movimiento árabe es el comienzo de una nueva época democrática. El movimiento europeo es el fin de una época, de un modelo exitoso, aunque insatisfactorio. Por eso, si se habla de primavera en Egipto, en las dos plazas españolas cabría hablar de otoño.
La primavera árabe tiene como causa la falta de legitimidad de regímenes que no permiten la alternancia en el poder: basados en partidos únicos o casi únicos, han edificado corruptos sistemas que mezclan con promiscuidad lo público y lo privado, han llevado al enriquecimiento de las familias que ocupan el poder y han perpetuado sistemas económicos incapaces de conseguir que disminuyan los sufrimientos de la pobreza.
El otoño europeo se produce porque, a pesar de disponer de todo lo que los árabes están descubriendo ahora, el sistema ofrece signos de agotamiento. Se ha terminado el maridaje que hace siglos permitió a Europa unir la democracia política con el crecimiento económico y la justicia social. El crecimiento económico encuentra barreras de signo ecológico para su desarrollo y ha dejado de generar empleo, sobre todo para los jóvenes; el Estado de bienestar se ve estrangulado a causa de las limitaciones fiscales, que impiden la ampliación de los servicios públicos a los jóvenes de hoy. Aparte de eso, los partidos han dejado de representar alternativas. Los dictadores árabes crearon partidos únicos, pero en la democracia europea los partidos han acabado siendo tan parecidos que es difícil considerarlos diferentes. La primavera árabe es el resultado de la falta de legitimidad de la política; el otoño europeo es la consecuencia de la falta de imaginación de los políticos.
La imaginación árabe se limita a la búsqueda de la democracia que Europa ya posee. Por tal razón, es una primavera con la posibilidad de llegar al modesto verano de una nueva constitución que permita organizar partidos, separar los negocios públicos de los privados y hasta detener a los políticos corruptos, elegir presidentes, alcanzar la libertad de imprenta y la independencia de los poderes legislativo y judicial. Todo lo que Europa ya tiene.
En Egipto se quería derribar a Mubarak y elegir un nuevo presidente. En Europa, los indignados
quieren derribar a los actuales gobernantes, pero no quieren colocar a la oposición en su lugar. Rechazan el presente, pero carecen de certezas sobre el futuro. El mundo árabe vive una primavera porque el verano al que aspira es el presente de Europa, que se está agotando. Por tal razón, lo que a Europa se le presenta por delante es la posibilidad de un invierno.
El optimismo de la primavera en los países árabes proviene de la modestia de propósitos realizables; el pesimismo en Europa proviene de la imposibilidad de ir más allá de lo que ya se ha hecho.
El gran desafío para transformar el otoño en una primavera es idear alternativas viables para una nueva época. No limitándose a repetir experiencias, a copiar proyectos ya puestos a prueba, como lo que intentan los jóvenes árabes. En Europa se trata de inventar un nuevo modelo. Los jóvenes árabes miran hacia tierras europeas, los españoles miran hacia el futuro. Eso exige un cambio mucho más profundo que el que conduce de la dictadura a la democracia, o del capitalismo al socialismo. El desafío europeo consiste en imaginar una nueva civilización, que vaya más allá de la industrial, más allá del PIB, en pos de un nuevo concepto de riqueza, de consumo material y privado, en pos del bienestar público e inmaterial. En lugar de más coches, más tiempo libre, sin depredación ambiental. Salir de la globalización excluyente en pos de una internacionalización incluyente.
La motivación de los jóvenes árabes es política, la de los españoles es moral.
Este difícil desafío de la imaginación no es más que el primer paso, pues queda levantar un proyecto político: el de difundir las nuevas ideas y conseguir el apoyo de las masas hacia una propuesta que exigirá una nueva mentalidad. Los jóvenes de Tahrir desean un mundo diferente al de sus padres. No se sabe si lo que los indignados españoles desean es un mundo diferente al de sus padres o los privilegios de los que estos gozaron gracias a la euforia del maridaje entre crecimiento económico, democracia y justicia social, que les facilitó el bienestar, un alto consumo y hasta la solidaridad con los inmigrantes. Los jóvenes de Egipto quieren ser incluidos en la política, los de Europa lo que quieren es no quedar excluidos de la economía, sino conservar el bienestar social del consumo, por más que el crecimiento se haya detenido, el empleo escasee y los beneficios sociales se hayan vuelto inviables.
A pesar del optimismo que han despertado los árabes, es en Europa donde podemos albergar esperanzas en la formulación de lo nuevo, que vaya más allá de lo que es el nuevo Egipto, ya viejo, sin embargo, para España. Es en la plaza de Cataluña o en la Puerta del Sol donde está lo más difícil, pues es de ahí de donde podrá salir realmente lo nuevo, porque el verano árabe es el verano del año pasado y solo después de que pase el otoño podrá llegar el verano del próximo año.
Los jóvenes egipcios quieren afiliarse a los partidos y votar a sus candidatos; los españoles quieren repudiar a los partidos y votar nulo, o no votar siquiera. Recurren a acciones como votar en blanco, retirar todos juntos el dinero del banco en un mismo día, establecer un día sin compras, dejar de usar coches y usar el transporte público.
En la plaza Tahrir había una consigna -"¡Fuera Mubarak!"-, en la plaza de Cataluña o en la Puerta del Sol vemos diversos grupos, debatiendo temas diferentes, indignados, aunque sin una propuesta aglutinadora todavía. Todos unidos en el descontento. Pero ¿cuántos aceptarán el decrecimiento para mantener el equilibrio ecológico? ¿La reducción de la jornada de trabajo con más tiempo libre y pleno empleo, aunque con menores salarios? ¿La solidaridad con los inmigrantes a costa de reducir los beneficios sociales? ¿La garantía de estabilidad monetaria y equilibrio fiscal a cambio de la reforma de la Seguridad Social?
Tahrir es el símbolo de un pequeño avance que se aprecia con nitidez; las plazas europeas son símbolos de perplejidad antes de un gran salto. Antes de esto, sin embargo, el tiempo aquí es otoñal; allá, de primavera.
Cristovam Buarque es profesor de la Universidad de Brasilia y senador de la República de Brasil. Traducción de Carlos Gumpert.
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