El anonimato en la Red
EVGENY MOROZOV*
Qué hubiera hecho George Orwell con Facebook? En realidad nada: su cuenta probablemente habría sido desactivada por la compañía. Con un poco de suerte, se le habría dicho que escaneara la primera página de su pasaporte y que volviera como Eric Blair.
En materia de seudónimos, Facebook es más igualitario que la antigua Unión Soviética. Ya puedes ser rico o famoso o estar perseguido que a menos que no emplees tu verdadero nombre al registrarte en ese sitio te estarás buscando problemas, y Facebook te torturará con una fruición kafkiana. El año pasado suspendió la cuenta del encarcelado oligarca ruso Mijaíl Jodorkovsky, pidiéndole que enviara por correo electrónico -¡desde una prisión de Siberia!- una copia de su documento de identidad. Más recientemente, a Salman Rushdie se le dijo que si no quería aceptar una vida de oscuridad virtual allí solamente podía existir como Ahmed Rushdie. Al final Facebook cedió, pero solo después de que Rushdie le declarara la guerra a Mark Zuckerberg. Desgraciadamente, no todos tienen esa opción a su alcance.
Esa firme postura de Facebook con los seudónimos puede estar afianzando a unas autocracias que no parecen molestar lo más mínimo a la compañía. De hecho, la edición china de la Facebook Revolution ofrece todas las señales de una antirrevolución: Facebook ha sido criticada por desactivar la cuenta del destacado activista en Internet conocido por el seudónimo de Michael Anti. En Egipto, Facebook estuvo a un paso de cortar las alas de los futuros revolucionarios cuando suspendió la página de Facebook abierta por el ejecutivo de Google Wael Ghonim, quien, naturalmente, también estaba utilizando un seudónimo. Por supuesto que toda empresa sigue más de una política estúpida y Facebook no es una excepción. No obstante, su actitud con los seudónimos es más que una política estúpida. Es parte esencial de la nociva visión de Facebook respecto al futuro de Internet, donde la privacidad -más que el dinero duramente ganado- se ha convertido en el genuino valor de cambio en vigor. Y la política monetaria de Facebook precisamente se basa en una sencilla idea: puedes o bien renunciar a tu privacidad y entregarte al mundo de la abundancia de entretenimiento, o bien luchar por protegerla y arriesgarte a vivir en la pobreza de entretenimiento. Tú eliges.
Eso no quiere decir que la privacidad sea una mala moneda. Al contrario, compra productos que el dinero no puede comprar. ¿Qué puede competir con el aparentemente infinito almacén de música disponible en servicios de streaming como Spotify? Nada; pero intenta hoy acceder ahí sin una cuenta en Facebook y no llegarás muy lejos: Spotify exige que los nuevos usuarios tengan ya una cuenta en Facebook, que no podrán obtener a menos que estén dispuestos a registrarse en Facebook con sus nombres reales. De este modo, escuchar música de una manera anónima se convierte en algo anómalo; gradualmente, pudiera convertirse también en algo tecnológicamente difícil y caro. Leer de una manera anónima no parece ser algo anómalo todavía, pero las cosas cambiarán a medida que evitemos entrar en las bibliotecas públicas y empecemos a tomar prestados los libros a través de Amazon y de Barnes & Noble. Aquellas nunca pensarían en vender nuestros datos a terceros; estos últimos no se lo pensarían dos veces. Es más, nos darían cupones para compartir nuestros hábitos de lectura. Todo ello es parte del gran envite de Silicon Valley por un consumo lo más "conectado" y transparente posible. Y que funciona: demasiado a menudo compramos cosas que amigos nuestros nos han recomendado online -e inmediatamente les contamos qué hemos comprado, creando circuitos de realimentación que hacen que conceptos como el de "consumo ostentoso" parezcan inadecuados. En esta nueva economía rica en datos, servicios como Facebook emergen como poderosos intermediarios que siguen la pista de nuestros más íntimos pensamientos, inquietudes y aspiraciones, desde la cuna a la tumba, y que van a sacar provecho de tales intimidades mediante la publicidad dirigida. Dada su línea de negocio, a los sitios de redes sociales les vienen tan mal los usuarios con seudónimos como a los bancos los activos tóxicos: tales usuarios exigen un mantenimiento costoso al tiempo que ahuyentan a socios valiosos. No se les echará en falta.
A medida que la secular batalla entre ciudadanos y consumidores se produce en la Red se hace posible distinguir los contornos de un Internet optimizado para el consumo. Este Internet es totalmente transparente (por ejemplo, todas nuestras actividades son observadas, grabadas y analizadas al objeto de predecir nuestro comportamiento futuro), altamente eficiente (por ejemplo, todo está organizado y almacenado para nosotros; cada artículo está localizable en cuestión de segundos) y sumamente fiable (todo está interconectado, pero es seguro; el delito cibernético desaparece junto con los seudónimos).
Y es también agobiante, pelmazo e insufrible. Este Internet, un paraíso para los consumidores, es también un infierno para los ciudadanos. Después de todo, ¿por qué molestarse en recomendar a Eric Blair un ejemplar de 1984 si George Orwell ni siquiera puede conectarse para promocionarlo? (y es preciso que lo haga: pocos autores modernos pueden permitirse ignorar a Facebook; para muchos de ellos es el único destino de su barato, triste y cabreado viaje promocional virtual).
Ya es hora de que los ciudadanos articulen la idea de un Internet cívico que pueda competir con la visión corporativista dominante. ¿Queremos que se preserve el anonimato para ayudar a los disidentes o queremos que se elimine para que las corporaciones dejen de preocuparse por los ataques cibernéticos? ¿Queremos construir una nueva infraestructura de vigilancia -esperando que conduzca a una mejor experiencia comercial- de la que vayan a abusar Gobiernos ávidos de datos? ¿Queremos mejorar el descubrimiento casual, que nos asegure la revelación de ideas nuevas y controvertidas, que maximice nuestra capacidad de pensar críticamente acerca de lo que vemos y leemos en la Red? ¿O queremos producir ordenadores que realicen búsquedas autónomas en nuestro nombre, solo para proponernos lo último que se vende, recomendarnos restaurantes cercanos y proporcionarnos una sola respuesta en lugar de varias? ¿Queremos un Internet que nos recuerde todo lo que está pasando online o preferimos introducir cierta bulliciosa caducidad en nuestros archivos digitales a medida que envejecemos, ellos y nosotros? Quienes ven la Red como un gigantesco catálogo digital de Sears no desean esa caducidad, pero para los que la vemos como parte de un diario de una civilización imperfecta seguramente será bienvenida.
Aunque parezca mentira, las instituciones políticas necesarias para actuar en favor de esa idea cívica se están formando incluso antes de que se instale la ideología requerida; el éxito electoral de los Partidos Piratas en varias partes de Europa es una señal alentadora. Pero muchos de esos movimientos son al mismo tiempo demasiado radicales y no lo suficientemente radicales. No son solo los jóvenes manitas y obsesos con la tecnología los que necesitan pensar seriamente sobre cómo podría ser un alternativo Internet cívico; para que esas ideas tengan su aceptación en la sociedad necesitan originarse en (e incorporar a) capas mucho más amplias de población. Y los debates no pueden centrarse únicamente en las espinosas cuestiones de la reforma del copyright y la legalización del intercambio de archivos -que es lo que sobre todo centra el interés de tales movimientos- ya que los problemas digitales por resolver son mucho más numerosos.
De hecho, apenas hay algún aspecto de la vida política -tanto de la nacional como de la exterior- que no esté afectado por la Red. Encontrar un modo de articular una postura crítica sobre esos aspectos antes de que gigantes tecnológicos como Facebook usurpen la imaginación pública con su discurso de "compartir sin fricciones" debería ser la principal prioridad para alguien preocupado con el futuro de la democracia. Un paraíso para los ciudadanos y un purgatorio para los consumidores: ese es el Internet en el que podemos creer. ¿Se apunta alguien a Ocupa la Red?
Evgeny Morozov es visiting scholar en la Universidad de Stanford, del blog Net Effect en ForeignPolicy.com. Traducción de Juan Ramón Azaola.
Qué hubiera hecho George Orwell con Facebook? En realidad nada: su cuenta probablemente habría sido desactivada por la compañía. Con un poco de suerte, se le habría dicho que escaneara la primera página de su pasaporte y que volviera como Eric Blair.
En materia de seudónimos, Facebook es más igualitario que la antigua Unión Soviética. Ya puedes ser rico o famoso o estar perseguido que a menos que no emplees tu verdadero nombre al registrarte en ese sitio te estarás buscando problemas, y Facebook te torturará con una fruición kafkiana. El año pasado suspendió la cuenta del encarcelado oligarca ruso Mijaíl Jodorkovsky, pidiéndole que enviara por correo electrónico -¡desde una prisión de Siberia!- una copia de su documento de identidad. Más recientemente, a Salman Rushdie se le dijo que si no quería aceptar una vida de oscuridad virtual allí solamente podía existir como Ahmed Rushdie. Al final Facebook cedió, pero solo después de que Rushdie le declarara la guerra a Mark Zuckerberg. Desgraciadamente, no todos tienen esa opción a su alcance.
Esa firme postura de Facebook con los seudónimos puede estar afianzando a unas autocracias que no parecen molestar lo más mínimo a la compañía. De hecho, la edición china de la Facebook Revolution ofrece todas las señales de una antirrevolución: Facebook ha sido criticada por desactivar la cuenta del destacado activista en Internet conocido por el seudónimo de Michael Anti. En Egipto, Facebook estuvo a un paso de cortar las alas de los futuros revolucionarios cuando suspendió la página de Facebook abierta por el ejecutivo de Google Wael Ghonim, quien, naturalmente, también estaba utilizando un seudónimo. Por supuesto que toda empresa sigue más de una política estúpida y Facebook no es una excepción. No obstante, su actitud con los seudónimos es más que una política estúpida. Es parte esencial de la nociva visión de Facebook respecto al futuro de Internet, donde la privacidad -más que el dinero duramente ganado- se ha convertido en el genuino valor de cambio en vigor. Y la política monetaria de Facebook precisamente se basa en una sencilla idea: puedes o bien renunciar a tu privacidad y entregarte al mundo de la abundancia de entretenimiento, o bien luchar por protegerla y arriesgarte a vivir en la pobreza de entretenimiento. Tú eliges.
Eso no quiere decir que la privacidad sea una mala moneda. Al contrario, compra productos que el dinero no puede comprar. ¿Qué puede competir con el aparentemente infinito almacén de música disponible en servicios de streaming como Spotify? Nada; pero intenta hoy acceder ahí sin una cuenta en Facebook y no llegarás muy lejos: Spotify exige que los nuevos usuarios tengan ya una cuenta en Facebook, que no podrán obtener a menos que estén dispuestos a registrarse en Facebook con sus nombres reales. De este modo, escuchar música de una manera anónima se convierte en algo anómalo; gradualmente, pudiera convertirse también en algo tecnológicamente difícil y caro. Leer de una manera anónima no parece ser algo anómalo todavía, pero las cosas cambiarán a medida que evitemos entrar en las bibliotecas públicas y empecemos a tomar prestados los libros a través de Amazon y de Barnes & Noble. Aquellas nunca pensarían en vender nuestros datos a terceros; estos últimos no se lo pensarían dos veces. Es más, nos darían cupones para compartir nuestros hábitos de lectura. Todo ello es parte del gran envite de Silicon Valley por un consumo lo más "conectado" y transparente posible. Y que funciona: demasiado a menudo compramos cosas que amigos nuestros nos han recomendado online -e inmediatamente les contamos qué hemos comprado, creando circuitos de realimentación que hacen que conceptos como el de "consumo ostentoso" parezcan inadecuados. En esta nueva economía rica en datos, servicios como Facebook emergen como poderosos intermediarios que siguen la pista de nuestros más íntimos pensamientos, inquietudes y aspiraciones, desde la cuna a la tumba, y que van a sacar provecho de tales intimidades mediante la publicidad dirigida. Dada su línea de negocio, a los sitios de redes sociales les vienen tan mal los usuarios con seudónimos como a los bancos los activos tóxicos: tales usuarios exigen un mantenimiento costoso al tiempo que ahuyentan a socios valiosos. No se les echará en falta.
A medida que la secular batalla entre ciudadanos y consumidores se produce en la Red se hace posible distinguir los contornos de un Internet optimizado para el consumo. Este Internet es totalmente transparente (por ejemplo, todas nuestras actividades son observadas, grabadas y analizadas al objeto de predecir nuestro comportamiento futuro), altamente eficiente (por ejemplo, todo está organizado y almacenado para nosotros; cada artículo está localizable en cuestión de segundos) y sumamente fiable (todo está interconectado, pero es seguro; el delito cibernético desaparece junto con los seudónimos).
Y es también agobiante, pelmazo e insufrible. Este Internet, un paraíso para los consumidores, es también un infierno para los ciudadanos. Después de todo, ¿por qué molestarse en recomendar a Eric Blair un ejemplar de 1984 si George Orwell ni siquiera puede conectarse para promocionarlo? (y es preciso que lo haga: pocos autores modernos pueden permitirse ignorar a Facebook; para muchos de ellos es el único destino de su barato, triste y cabreado viaje promocional virtual).
Ya es hora de que los ciudadanos articulen la idea de un Internet cívico que pueda competir con la visión corporativista dominante. ¿Queremos que se preserve el anonimato para ayudar a los disidentes o queremos que se elimine para que las corporaciones dejen de preocuparse por los ataques cibernéticos? ¿Queremos construir una nueva infraestructura de vigilancia -esperando que conduzca a una mejor experiencia comercial- de la que vayan a abusar Gobiernos ávidos de datos? ¿Queremos mejorar el descubrimiento casual, que nos asegure la revelación de ideas nuevas y controvertidas, que maximice nuestra capacidad de pensar críticamente acerca de lo que vemos y leemos en la Red? ¿O queremos producir ordenadores que realicen búsquedas autónomas en nuestro nombre, solo para proponernos lo último que se vende, recomendarnos restaurantes cercanos y proporcionarnos una sola respuesta en lugar de varias? ¿Queremos un Internet que nos recuerde todo lo que está pasando online o preferimos introducir cierta bulliciosa caducidad en nuestros archivos digitales a medida que envejecemos, ellos y nosotros? Quienes ven la Red como un gigantesco catálogo digital de Sears no desean esa caducidad, pero para los que la vemos como parte de un diario de una civilización imperfecta seguramente será bienvenida.
Aunque parezca mentira, las instituciones políticas necesarias para actuar en favor de esa idea cívica se están formando incluso antes de que se instale la ideología requerida; el éxito electoral de los Partidos Piratas en varias partes de Europa es una señal alentadora. Pero muchos de esos movimientos son al mismo tiempo demasiado radicales y no lo suficientemente radicales. No son solo los jóvenes manitas y obsesos con la tecnología los que necesitan pensar seriamente sobre cómo podría ser un alternativo Internet cívico; para que esas ideas tengan su aceptación en la sociedad necesitan originarse en (e incorporar a) capas mucho más amplias de población. Y los debates no pueden centrarse únicamente en las espinosas cuestiones de la reforma del copyright y la legalización del intercambio de archivos -que es lo que sobre todo centra el interés de tales movimientos- ya que los problemas digitales por resolver son mucho más numerosos.
De hecho, apenas hay algún aspecto de la vida política -tanto de la nacional como de la exterior- que no esté afectado por la Red. Encontrar un modo de articular una postura crítica sobre esos aspectos antes de que gigantes tecnológicos como Facebook usurpen la imaginación pública con su discurso de "compartir sin fricciones" debería ser la principal prioridad para alguien preocupado con el futuro de la democracia. Un paraíso para los ciudadanos y un purgatorio para los consumidores: ese es el Internet en el que podemos creer. ¿Se apunta alguien a Ocupa la Red?
Evgeny Morozov es visiting scholar en la Universidad de Stanford, del blog Net Effect en ForeignPolicy.com. Traducción de Juan Ramón Azaola.
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