Muñecos
Por Manuel Vincent
La única condición que se exige para formar parte del museo de cera es la de ser famoso, nada más. Allí conviven muñecos de todas clases: políticos, criminales, artistas, reyes, literatos, ladrones, científicos, deportistas, jueces y asesinos. Pese a su aparente parálisis estas figuras de cera constituyen una sociedad muy dinámica.
Unos bedeles con gorra y guardapolvo color mostaza las trasladan en carretilla de un lugar a otro a medida que su fama se diluye en el olvido o caen en desgracia o el paso del tiempo las hace irreconocibles. Cada día ingresan nuevos candidatos. En ese espacio cerrado e inquietante hay mucho vaivén y se imparte una justicia expeditiva, sin apelación posible, nada que ver con lo que sucede en la calle donde la sociedad parece estar cristalizada, la política amortizada y la cultura anquilosada.
Pero si en la vida real un duque se divorcia de una infanta, si se descubre que un deportista de élite es un tramposo, si a un político lo pescan con las manos en la masa, antes que en la calle, la primera consecuencia se produce en el museo de cera. Su gerente emite un veredicto inapelable y sin esperar a mañana los bedeles entran en acción y al muñeco respectivo se le degrada, cambia de diorama o se le deja en el desván boca abajo.
Las figuras de cera están sometidas a todos los caprichos del azar y a la dialéctica de la fama, puesto que un duque sin título puede seguir siendo famoso por ir en patinete o poner de moda una bufanda, un juez justiciero que durante años ha acaparado la actualidad como héroe de la ley, puede ser aun más célebre por haber sido juzgado y condenado. Fuera del museo de cera hay cinco millones de parados. Ante este siniestro diorama social los políticos repiten los mismos gestos, las mismas palabras; en las pantallas se superponen las mismas caras; en la radio se oyen las mismas voces.
Es el tedio mortal de todos los días en un espacio petrificado. En cambio entras en el museo de cera y tienes que hacerte a un lado porque corres el peligro de que te atropelle una carretilla cargada con un duque falso, con un político corrupto, con un deportista que ha pasado de repente de héroe a villano, escombros que los bedeles están expulsando de la historia por la vía rápida.
Manuel Vincent es escritor español
La única condición que se exige para formar parte del museo de cera es la de ser famoso, nada más. Allí conviven muñecos de todas clases: políticos, criminales, artistas, reyes, literatos, ladrones, científicos, deportistas, jueces y asesinos. Pese a su aparente parálisis estas figuras de cera constituyen una sociedad muy dinámica.
Unos bedeles con gorra y guardapolvo color mostaza las trasladan en carretilla de un lugar a otro a medida que su fama se diluye en el olvido o caen en desgracia o el paso del tiempo las hace irreconocibles. Cada día ingresan nuevos candidatos. En ese espacio cerrado e inquietante hay mucho vaivén y se imparte una justicia expeditiva, sin apelación posible, nada que ver con lo que sucede en la calle donde la sociedad parece estar cristalizada, la política amortizada y la cultura anquilosada.
Pero si en la vida real un duque se divorcia de una infanta, si se descubre que un deportista de élite es un tramposo, si a un político lo pescan con las manos en la masa, antes que en la calle, la primera consecuencia se produce en el museo de cera. Su gerente emite un veredicto inapelable y sin esperar a mañana los bedeles entran en acción y al muñeco respectivo se le degrada, cambia de diorama o se le deja en el desván boca abajo.
Las figuras de cera están sometidas a todos los caprichos del azar y a la dialéctica de la fama, puesto que un duque sin título puede seguir siendo famoso por ir en patinete o poner de moda una bufanda, un juez justiciero que durante años ha acaparado la actualidad como héroe de la ley, puede ser aun más célebre por haber sido juzgado y condenado. Fuera del museo de cera hay cinco millones de parados. Ante este siniestro diorama social los políticos repiten los mismos gestos, las mismas palabras; en las pantallas se superponen las mismas caras; en la radio se oyen las mismas voces.
Es el tedio mortal de todos los días en un espacio petrificado. En cambio entras en el museo de cera y tienes que hacerte a un lado porque corres el peligro de que te atropelle una carretilla cargada con un duque falso, con un político corrupto, con un deportista que ha pasado de repente de héroe a villano, escombros que los bedeles están expulsando de la historia por la vía rápida.
Manuel Vincent es escritor español
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