Sopa, Sinde y el cable de fibra óptica
Por YOANI SÁNCHEZ*
Son las 10 de la mañana en el Hotel Plaza a pocos metros del Capitolio habanero. Un olor a crema hidratante se desprende del cuerpo de los turistas que apuran su café para salir a conocer la ciudad. En un costado del lobby varias personas hacen fila a la entrada de una pequeña oficina donde hay seis ordenadores conectados a Internet. Dentro del local, anclada a la pared, una cámara de seguridad se enfoca directamente en los teclados y en el rostro de los usuarios que usan el servicio. Nadie habla. Todos parecen muy concentrados. Cualquier página web puede demorar varios minutos en abrirse y algunos desisten después de una hora sin siquiera poder leer su correo electrónico. Pero lo más sorprendente es que la mayoría de los allí sentados no son extranjeros, sino cubanos en busca de ese oxígeno informativo y comunicativo. Parecen incluso dispuestos a sacrificar un tercio del salario medio mensual por sesenta minutos de chapaleteo en la gran telaraña mundial.
Mientras fuera de nuestras fronteras crece la polémica entre la permisibilidad o el control en la web, 11 millones de ciudadanos nos preguntamos si 2012 será el año en que finalmente nos convertiremos en internautas. La sensación es la de estar abandonados e inmóviles en la cuneta de una vía rápida, por la que discurren veloces e inalcanzables los kilobytes. Una y otra vez el plazo anunciado para proveernos de un acceso masivo al ciberespacio se ha incumplido, dejándonos aislados y retrasados con respecto al resto del mundo. Julio de 2011 fue la última fecha oficial para que el cable de fibra óptica colocado entre Cuba y Venezuela comenzara a funcionar y multiplicara por 3.000 la exigua conectividad de la Isla. Pero por el momento el estado de ejecución del proyecto es uno de los secretos mejor guardados del país, sólo comparado con el reporte de salud del ex presidente Fidel Castro. Algunos aseguran que la corrupción, la impericia técnica y los malos manejos han dejado al moderno tendido —cuyo costo fue de 70 millones de dólares— fuera de funcionamiento. Otros murmuran en voz baja que ya está operativo pero solo al alcance de organismos e instituciones muy confiables, como el Ministerio del Interior. Sin embargo, parece más creíble la versión de que el gobierno cubano ha detenido su puesta en práctica por temor al flujo informativo que recorrería la nación. Le teme —al parecer— a que el castillo de naipes de su poder levantado a costa de secretismo y noticias censuradas, se le venga abajo.
Los periodistas oficiales han sido advertidos de no tocar el tema del cable y los precios por acceder desde los hoteles siguen oscilando entre cuatro y 10 euros una hora. Contar con una conexión doméstica es un privilegio sólo dado a los más confiables políticamente o el resultado de la audacia de quienes piratean una cuenta estatal. En lugar de abrir al uso de redes sociales y otras herramientas interactivas, las autoridades ofrecen en las escuelas y centros laborales versiones in vitro de sitios al estilo de Wikipedia o Facebook. Se gastan miles del presupuesto nacional en crear programas e interfaces muy controladas y de uso solo local, que mantengan a los lectores del patio alejados de la algarabía democrática de Internet. Cada día que aplazan nuestra entrada a la aldea virtual, el capital académico y profesional del país cae en picada unos metros más. Aunque también se trata de demorar con ello nuestro desarrollo como ciudadanos, manteniéndonos ajenos a los debates y las tendencias que se están dando en el mundo de hoy.
Ahora mismo gana fuerza lejos de nuestros oídos la polémica entre propiedad intelectual y libre intercambio de archivos en la red. Con grandes titulares se anuncia en la prensa de todo el planeta la detención de varios directivos del sitio Megaupload y avergüenza saber que la gran mayoría de los cubanos no conocía siquiera de la existencia de este portal. Hasta aquí nos llegan ecos apagados de las críticas por los nuevos controles sobre el contenido en servicios como Twitter, pero no logramos descifrar sus reales implicaciones pues carecemos de un marco referencial. Cuando alcanzamos a leer los análisis críticos sobre la llamada ley SOPA (por su siglas en inglés Stop Online Piracy Act) o la controvertida Ley Sinde, apenas si atinamos a preguntarnos cómo se llama la directiva ministerial —o presidencial— que nos mantiene lejos de la gran telaraña mundial. Cuál ministro, diputado o directivo es en nuestro caso responsable de que sigamos al margen de esa autopista. Y lo peor es que no podemos quejarnos de tales limitaciones llenando los foros con textos e imágenes de protesta o decretando un día de blackout en las redes sociales.
Tienen razón de recelar los cibernautas y también muchos motivos para permanecer atentos y activos ante lo que ocurra. Pues no sólo los tiempos de compartir música, películas y programas de computación pueden estar llegando a su fin. La contienda contra la piratería se ha convertido en una lucha contra la propia Web 2.0, haciendo peligrar la parte más ciudadana y dinámica de ésta. Y la duda que nos asalta a los cubanos es si Internet —tal y como se conoce ahora— va morir antes de que la vivamos, si se convertirá en una jaula antes que nosotros hayamos podido usarla como ala.
Yoani Sánchez es periodista cubana y autora del blog Generación Y.
© Yoani Sánchez / bgagency-Milan.
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Son las 10 de la mañana en el Hotel Plaza a pocos metros del Capitolio habanero. Un olor a crema hidratante se desprende del cuerpo de los turistas que apuran su café para salir a conocer la ciudad. En un costado del lobby varias personas hacen fila a la entrada de una pequeña oficina donde hay seis ordenadores conectados a Internet. Dentro del local, anclada a la pared, una cámara de seguridad se enfoca directamente en los teclados y en el rostro de los usuarios que usan el servicio. Nadie habla. Todos parecen muy concentrados. Cualquier página web puede demorar varios minutos en abrirse y algunos desisten después de una hora sin siquiera poder leer su correo electrónico. Pero lo más sorprendente es que la mayoría de los allí sentados no son extranjeros, sino cubanos en busca de ese oxígeno informativo y comunicativo. Parecen incluso dispuestos a sacrificar un tercio del salario medio mensual por sesenta minutos de chapaleteo en la gran telaraña mundial.
Mientras fuera de nuestras fronteras crece la polémica entre la permisibilidad o el control en la web, 11 millones de ciudadanos nos preguntamos si 2012 será el año en que finalmente nos convertiremos en internautas. La sensación es la de estar abandonados e inmóviles en la cuneta de una vía rápida, por la que discurren veloces e inalcanzables los kilobytes. Una y otra vez el plazo anunciado para proveernos de un acceso masivo al ciberespacio se ha incumplido, dejándonos aislados y retrasados con respecto al resto del mundo. Julio de 2011 fue la última fecha oficial para que el cable de fibra óptica colocado entre Cuba y Venezuela comenzara a funcionar y multiplicara por 3.000 la exigua conectividad de la Isla. Pero por el momento el estado de ejecución del proyecto es uno de los secretos mejor guardados del país, sólo comparado con el reporte de salud del ex presidente Fidel Castro. Algunos aseguran que la corrupción, la impericia técnica y los malos manejos han dejado al moderno tendido —cuyo costo fue de 70 millones de dólares— fuera de funcionamiento. Otros murmuran en voz baja que ya está operativo pero solo al alcance de organismos e instituciones muy confiables, como el Ministerio del Interior. Sin embargo, parece más creíble la versión de que el gobierno cubano ha detenido su puesta en práctica por temor al flujo informativo que recorrería la nación. Le teme —al parecer— a que el castillo de naipes de su poder levantado a costa de secretismo y noticias censuradas, se le venga abajo.
Los periodistas oficiales han sido advertidos de no tocar el tema del cable y los precios por acceder desde los hoteles siguen oscilando entre cuatro y 10 euros una hora. Contar con una conexión doméstica es un privilegio sólo dado a los más confiables políticamente o el resultado de la audacia de quienes piratean una cuenta estatal. En lugar de abrir al uso de redes sociales y otras herramientas interactivas, las autoridades ofrecen en las escuelas y centros laborales versiones in vitro de sitios al estilo de Wikipedia o Facebook. Se gastan miles del presupuesto nacional en crear programas e interfaces muy controladas y de uso solo local, que mantengan a los lectores del patio alejados de la algarabía democrática de Internet. Cada día que aplazan nuestra entrada a la aldea virtual, el capital académico y profesional del país cae en picada unos metros más. Aunque también se trata de demorar con ello nuestro desarrollo como ciudadanos, manteniéndonos ajenos a los debates y las tendencias que se están dando en el mundo de hoy.
Ahora mismo gana fuerza lejos de nuestros oídos la polémica entre propiedad intelectual y libre intercambio de archivos en la red. Con grandes titulares se anuncia en la prensa de todo el planeta la detención de varios directivos del sitio Megaupload y avergüenza saber que la gran mayoría de los cubanos no conocía siquiera de la existencia de este portal. Hasta aquí nos llegan ecos apagados de las críticas por los nuevos controles sobre el contenido en servicios como Twitter, pero no logramos descifrar sus reales implicaciones pues carecemos de un marco referencial. Cuando alcanzamos a leer los análisis críticos sobre la llamada ley SOPA (por su siglas en inglés Stop Online Piracy Act) o la controvertida Ley Sinde, apenas si atinamos a preguntarnos cómo se llama la directiva ministerial —o presidencial— que nos mantiene lejos de la gran telaraña mundial. Cuál ministro, diputado o directivo es en nuestro caso responsable de que sigamos al margen de esa autopista. Y lo peor es que no podemos quejarnos de tales limitaciones llenando los foros con textos e imágenes de protesta o decretando un día de blackout en las redes sociales.
Tienen razón de recelar los cibernautas y también muchos motivos para permanecer atentos y activos ante lo que ocurra. Pues no sólo los tiempos de compartir música, películas y programas de computación pueden estar llegando a su fin. La contienda contra la piratería se ha convertido en una lucha contra la propia Web 2.0, haciendo peligrar la parte más ciudadana y dinámica de ésta. Y la duda que nos asalta a los cubanos es si Internet —tal y como se conoce ahora— va morir antes de que la vivamos, si se convertirá en una jaula antes que nosotros hayamos podido usarla como ala.
Yoani Sánchez es periodista cubana y autora del blog Generación Y.
© Yoani Sánchez / bgagency-Milan.
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