División en la Diáspora Salvadoreña
Por Jose Manuel Ortiz Benitez
A diferencia de la inmigración cubana por ejemplo, los salvadoreños llegados a EE.UU. somos de la clase obrera, los que recogíamos el algodón bajo el sol, los que labrábamos la tierra con cuma, los que criábamos gallinas para subsistir, los que jugábamos al futbol descalzos en el barrio con una pelota de plástico, somos la capa humana más débil de la economía salvadoreña, que le tocó irse de su tierra a buscar suerte a otro lado.
Hay excepciones, sin embargo, esa es realmente nuestra historia, la historia de un pueblo migrante que se marcha de su terruño y se inserta a golpes en tierras lejanas, donde se ve obligado a comenzar desde lo más bajo, de cero.
Sin conocimiento técnico, sin formación académica, sin ninguna experiencia laboral, únicamente dotado de los reflejos básicos de la subsistencia que aprendió en El Salvador, el pueblo migrante salvadoreño se lanzó de cabeza al mercado laboral de EE.UU. de lo que fuera, de ayudante de albañil, de limpia-inodoro, de basurero, de recoge-fruta, de cualquier cosa, con tal de empezar por algún lado en la búsqueda de la felicidad que no encontró en El Salvador.
Conozco a muchos salvadoreños que no esconden este pasado, al contrario lo asumen con honra e intentan transmitir, de la mejor manera que pueden, nuestra humilde historia a la nueva generación, si es que a esta le puede servir de algo en la zaga del provenir. También conozco a otros salvadoreños, que rechazan nuestro triste pasado como si rechazarlo nos hiciera más nobles.
50 años después, la Diáspora salvadoreña se ha vuelto numerosa y económicamente pujante en muchas ciudades de EE.UU.
Nos hemos levantado, escapando de un pasado duro y, muchas veces, grosero. Hemos salido de la pobreza y ahora somos dueños de nuestro propio destino, en un país que ahora vemos como el nuestro. Atrás quedan los recuerdos de nuestros primeros inmigrantes, con sus anécdotas, sus miedos, sus pequeñas batallas, sus grandes hazañas diarias en cosas tan ordinarias como tomar el autobús o comprar la comida en un supermercado.
A pesar de venir de la clase obrera y de haber empezado desde el suelo, nuestra gente se ha superado y se ha expandido como nunca hubiéramos podido en El Salvador.
Ahora tenemos casas, negocios, iglesias, oenegés, medios de información y, en algunos casos, representación política. Hemos superados barreras sociales, económicas, culturales, y profundos traumas psicológicos, y, en momentos claves, hemos respondido como un pueblo unido con una solidaridad ejemplar ante catástrofes y desastres naturales.
Con la prosperidad y la expansión, también hemos creado nuestras propias trincheras, nuestras propias empresas ideológicas al servicio de entes partidarios que paradójicamente nunca han formado parte de nuestro sufrimiento como pueblo migrante en nuestra lucha particular por la superación.
En los 70s, todavía en los 80s, la ideología del migrante salvadoreño era la superación y la reunificación familiar.
Ahora con la superación más o menos asegurada, la Diáspora se junta en galas, en cenas, en foros, y se critica, se ataca, se muerde mutuamente en defensa o a favor de algún personero político, de la izquierda o de la derecha, a quien, en verdad, nunca le hemos importado.
Nos hemos olvidado del dolor y el sufrimiento que hemos vivido en carne propia, en parte, gracias a los entes políticos que ahora defendemos con tanto fervor.
Supongo que tenemos derecho a alinearnos a una determinada ideología, pero también tenemos derecho a saber que salimos de nuestro país, por una mala gestión nacional realizada por partidos políticos, esos mismos partidos por quienes ahora nos mordemos entre nosotros con tanta pasión.
José Manuel Ortiz Benítez es columnista salvadoreño en la ciudad de Washington, DC..
Hay excepciones, sin embargo, esa es realmente nuestra historia, la historia de un pueblo migrante que se marcha de su terruño y se inserta a golpes en tierras lejanas, donde se ve obligado a comenzar desde lo más bajo, de cero.
Sin conocimiento técnico, sin formación académica, sin ninguna experiencia laboral, únicamente dotado de los reflejos básicos de la subsistencia que aprendió en El Salvador, el pueblo migrante salvadoreño se lanzó de cabeza al mercado laboral de EE.UU. de lo que fuera, de ayudante de albañil, de limpia-inodoro, de basurero, de recoge-fruta, de cualquier cosa, con tal de empezar por algún lado en la búsqueda de la felicidad que no encontró en El Salvador.
Conozco a muchos salvadoreños que no esconden este pasado, al contrario lo asumen con honra e intentan transmitir, de la mejor manera que pueden, nuestra humilde historia a la nueva generación, si es que a esta le puede servir de algo en la zaga del provenir. También conozco a otros salvadoreños, que rechazan nuestro triste pasado como si rechazarlo nos hiciera más nobles.
50 años después, la Diáspora salvadoreña se ha vuelto numerosa y económicamente pujante en muchas ciudades de EE.UU.
Nos hemos levantado, escapando de un pasado duro y, muchas veces, grosero. Hemos salido de la pobreza y ahora somos dueños de nuestro propio destino, en un país que ahora vemos como el nuestro. Atrás quedan los recuerdos de nuestros primeros inmigrantes, con sus anécdotas, sus miedos, sus pequeñas batallas, sus grandes hazañas diarias en cosas tan ordinarias como tomar el autobús o comprar la comida en un supermercado.
A pesar de venir de la clase obrera y de haber empezado desde el suelo, nuestra gente se ha superado y se ha expandido como nunca hubiéramos podido en El Salvador.
Ahora tenemos casas, negocios, iglesias, oenegés, medios de información y, en algunos casos, representación política. Hemos superados barreras sociales, económicas, culturales, y profundos traumas psicológicos, y, en momentos claves, hemos respondido como un pueblo unido con una solidaridad ejemplar ante catástrofes y desastres naturales.
Con la prosperidad y la expansión, también hemos creado nuestras propias trincheras, nuestras propias empresas ideológicas al servicio de entes partidarios que paradójicamente nunca han formado parte de nuestro sufrimiento como pueblo migrante en nuestra lucha particular por la superación.
En los 70s, todavía en los 80s, la ideología del migrante salvadoreño era la superación y la reunificación familiar.
Ahora con la superación más o menos asegurada, la Diáspora se junta en galas, en cenas, en foros, y se critica, se ataca, se muerde mutuamente en defensa o a favor de algún personero político, de la izquierda o de la derecha, a quien, en verdad, nunca le hemos importado.
Nos hemos olvidado del dolor y el sufrimiento que hemos vivido en carne propia, en parte, gracias a los entes políticos que ahora defendemos con tanto fervor.
Supongo que tenemos derecho a alinearnos a una determinada ideología, pero también tenemos derecho a saber que salimos de nuestro país, por una mala gestión nacional realizada por partidos políticos, esos mismos partidos por quienes ahora nos mordemos entre nosotros con tanta pasión.
José Manuel Ortiz Benítez es columnista salvadoreño en la ciudad de Washington, DC..
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