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El abono intelectual del populismo

El Populismo de Donald Trump 
El abono intelectual del populismo
Por Benito Arruñada

El populista manipula los peores instintos del ciudadano. Arraiga en ambientes viciados por quienes alimentan una visión maniquea de la realidad —adornada con elementos plausibles— y hacen creíble su discurso

Occidente ha enfermado de populismo, con consecuencias que podrían ir de lo ruinoso a lo catastrófico. A menudo, se culpa a las viejas élites, por su corrupción y pasividad. Pero la corrupción había sido tolerada y las élites nunca habían estado tan dispuestas a complacernos. El virus populista sólo ha podido arraigar en un clima intelectual viciado. Se ha incubado con la ayuda encubierta de quienes, con su crítica simplista y sin admitir nunca su propia culpa, han alimentando esa visión maniquea, ocultando de paso la gran mentira: la brecha que existe entre nuestros recursos y nuestros deseos.

Durante décadas, esa intelectualidad había apostado por una economía social de mercado, que, a cambio de tolerar un mercado maniatado, prometía cierto grado de igualdad, una panoplia ampliable de derechos y un nivel creciente de consumo. Cuando la crisis viene a recordarnos que los recursos son limitados, pasa a argüir que los políticos la han gestionado mal y en su propio provecho. Ni menciona que la criatura sufría vicios estructurales: el principal, haber prometido lo imposible. En vez de reconocer su error, el intelectual modesto insinúa que los gobiernos “no la han reformado a tiempo” mientras el soberbio truena que “no le han hecho caso”.

Este discurso intelectual comparte sus vicios con el populismo político. Como éste, también denuncia la penosa corrupción de las élites sin mencionar nunca la corrupción de las masas; y aún menos la de los propios intelectuales. Cada plaza universitaria amañada conlleva una corrupción millonaria; pero la tilda de “endogamia” o “amiguismo”, fenómenos menos reprobables y, por tanto, fáciles de perdonar. Y eso cuando no construye mitos para desviar su responsabilidad, como la entelequia de la “generación mejor preparada”, que no sólo oculta una doble estafa, fiscal y generacional, sino que atribuye el paro juvenil a supuestos fallos en los mercados y las empresas.

Este populismo intelectual es insidioso, pues late encubierto en todo tipo de diagnósticos. Subyace cuando se critica la dependencia política de nuestros jueces sin prestar atención a su perversa independencia de la ley ni a su laxo régimen de responsabilidad. O cuando se censura a nuestros gobiernos sin reconocer que son serviles ante un votante cada vez más narcisista, lo cual no es óbice para que algunos le adulen con la cantinela de que las élites le han “excluido” del proceso político. O, en fin, cuando se vitupera el “capitalismo de amiguetes” sin señalar que el nuestro sería, más bien, un “estado de amiguetes”.

Ciertamente, estas críticas se adornan de elementos plausibles; pero son parciales y, aun peor, maniqueas, pues culpan de todo mal a una parte, ora el capitalismo, ora las instituciones que lo apoyan o las élites que las gobiernan. Omiten, en cambio, mencionar cualquier conducta nociva del ciudadano, incluidas las del propio intelectual. Este sesgo en el diagnóstico conduce a soluciones desequilibradas. En lo político, defienden modificar las instituciones de representación para trasmitir mejor los deseos de la ciudadanía, como si los grandes errores del pasado no hubieran venido a concretar, precisamente, tales deseos. En lo social, proponen nuevas políticas asistenciales, algunas de las cuales podrían ser convenientes; pero sobre las cuales siembra dudas el que ni se pregunten cómo contener la picaresca que pervierte a las ya existentes.

En lo económico, apelan al bálsamo de la independencia regulatoria, dando por supuesto que esta es posible y que la independencia del regulador siempre es positiva, sin apreciar que también aquí es imprescindible el equilibrio. El juez, como el regulador, ha de ser independiente tanto de las élites como de las masas y, para que cumpla la ley, ha de estar sujeto a una responsabilidad efectiva. En vez de pensar con cuidado ese delicado equilibrio, se nos promete independencia regulatoria y judicial como por arte de magia. Pero dotarnos de zares regulatorios y judiciales sería un error, salvo que pudiéramos nombrar ángeles reguladores. Si hemos de nombrar seres humanos, hacerles zares puede ser peor que la enfermedad. Piensen, por ejemplo, que reducir aforamientos puede ser razonable, pero antes debemos saber evitar el abuso partidista de los procesos judiciales.

Se despliega así un juego que, en el fondo, es similar al del populismo político convencional, pues exalta y cabalga con la masa, y atribuye toda la responsabilidad al gobernante, alimentando la misma soberbia moral y el mismo deseo de revancha. Además, quienes usan este discurso también se distancian de la élite, lo que les permite proponerse como alternativa. Una alternativa que, como el populismo convencional, da por supuesta su propia benevolencia.

Sin embargo, a la postre, su efectividad política es dudosa, quizá por la contradicción entre lo acervo y desenvuelto de su crítica al establishment y el conservadurismo real de su promesa, que apenas consiste en retocarlo para gobernar en beneficio general. Además, su recurso al maniqueísmo lastra futuros intentos racionalizadores, los cuales exigen que todos cooperemos. Quien insiste en que las élites se han portado mal, se sitúa en malas condiciones para pedir al votante que contribuya a un esfuerzo colectivo.

Como ocurrió con el regeneracionismo de hace un siglo, este maniqueísmo táctico solo autoengaña a algunos de sus practicantes. No al votante más racional, que, apesadumbrado, mantiene su apoyo a los viejos partidos excepto para castigarles ocasionalmente o para cubrir un vacío momentáneo. Su escepticismo es tal que apenas siente frustración cuando el león regenerador engendra peluches continuistas (como el regalar título de bachiller a los suspensos), cuando no reaccionarios (como es reducir el IVA de la ópera y demás recreos artesanales).

Por otro lado, al votante que se cree la versión maniquea de la crítica le cuesta identificarse con quien, amén de reemplazar al gobernante, tan solo propone cambios dudosos y de los cuales, por su origen y complejidad, desconfía. De ahí que ese votante opte, de entre las ofertas rupturistas, por aquélla que mejor se ajusta a sus pasiones.

Como antaño, el regeneracionismo maniqueo está condenado al fracaso. Hoy aspira a surfear la ola populista para alcanzar el poder; pero tan sólo sacude un árbol cuyas nueces recoge el populista genuino, tanto el que aún lucha por el poder como el que ya lo detenta. Entre nosotros, ya se atisba esta posibilidad en algunos procesos judiciales. Parece haber fiscales que decretan penas reputacionales y jueces orgullosos de legislar sus prejuicios sobre cómo debe funcionar la sociedad. Mientras que el populismo político aún ha de vencer, a este populismo togado le basta con erigirse en instrumento de la turba mediática. Sus mecanismos formales de responsabilidad nunca han sido muy eficaces. La novedad es que, tras años de masivo diagnóstico maniqueo, han desaparecido las normas sociales que proveían un mínimo control informal, creando así la ocasión para que estos oportunistas puedan usurpar impunemente el poder. Aprendamos la lección. El regeneracionismo sólo dejará de ser dañino cuando abandone sus atajos maniqueos.

Benito Arruñada es catedrático de la Universidad Pompeu Fabra.
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