La relación de James Comey y los Presidentes de EE.UU
El exdirector del FBI James Comey jura ante el Comité de Inteligencia del Senado, el pasado jueves. JONATHAN ERNST REUTERS |
El exdirector del FBI, humillado e insultado por Trump, ha decidido devolver el golpe. Esta es la historia de un funcionario respetado y obsesionado por la integridad
11 de marzo de 2004. El presidente George W. Bush había citado en el comedor privado de la Casa Blanca a un tipo duro. Sentado en una silla que le quedaba pequeña, ese hombre de 2,03 metros se negaba a autorizar por su flagrante ilegalidad el programa de escuchas indiscriminadas Viento Estelar. Y su firma era necesaria. Incapacitado el fiscal general por enfermedad, era él, su adjunto, quien dirigía el Departamento de Justicia. El vicepresidente, Dick Cheney, ya le había explicado la situación: si no había autorización, morirían americanos y la sangre correría a cuenta de él. Bush, con menos rudeza, le repitió el argumento.
Cuando ya estaba todo dicho, recuerda el biógrafo Garrett Graff, el fiscal miró a su anfitrión y sin alterarse le respondió: “Como dijo Martin Luther King: aquí me planto. No puedo hacer otra cosa”.
Bush, en primer plano, y Cheney. |
27 de enero de 2017. Trump le había llamado para invitarle a cenar a la Casa Blanca. Comey creyó que iba a acudir más gente. Pero cuando llegó, le hicieron pasar al Salón Verde y le sentaron en una pequeña mesa oval. Dos asistentes de la Marina eran los únicos testigos. Servían y desaparecían. En esa intimidad, el presidente le preguntó si quería seguir como director del FBI y le recordó que era un puesto que muchos ambicionaban.
Comey entendió el mensaje: “Mis instintos me dijeron que esa cena buscaba establecer una relación clientelar. Eso me preocupó mucho, dada la independencia del FBI”. Para salir del apuro, le habló de su carácter apolítico, pero el comandante en jefe insistió. “Necesito lealtad. Espero lealtad”.
Las cartas habían quedado sobre la mesa. “No me moví ni hablé o mudé mi expresión facial durante el embarazoso silencio que siguió. Simplemente nos miramos el uno al otro”.
Trump en el Despacho Oval. |
“Trump erró por completo, Comey es un hombre capaz de expresar sus sentimientos en voz alta y que cautiva a sus agentes por empatía, pero no es un siervo; es un curtidísimo fiscal y jefe de agentes federales. No es político. Con él no funcionan los insultos y amenazas”, explica un alto funcionario de seguridad que le trató en la época de Barack Obama y que pide mantenerse en el anonimato.
James Comey y su familia. |
Pasó entonces al ataque. Como buen agente y experto conocedor del tablero de Washington, había tomado nota de todas sus conversaciones con Trump, y empezó a filtrarlas. Las detonaciones sacudieron la Casa Blanca. Se volvió su enemigo número uno. No era la primera vez.
Sus mayores problemas siempre han procedido del trato con los políticos. Ahí se ha mostrado torpe. Su decisión de reabrir el caso de los correos privados de Hillary Clinton a sólo 11 días de las elecciones para cerrarlo poco después, cuando el daño ya estaba hecho, aún levanta ampollas en las filas demócratas. Comey ha defendido que lo hizo porque era su deber. Y que ocultarlo habría sido traicionar la confianza pública. “A veces es un poco boyscout”, dice un buen conocedor de Comey.
Esa rectitud es una de sus características. Se trata de un hombre pétreo; altivo para muchos. Quienes le conocen vinculan esta inflexibilidad a sus sentimientos religiosos. Aunque nació en el seno de una familia católica irlandesa, pronto se hizo evangelista e influido por el teólogo Reinhold Niebuhr escribió su tesis: Los cristianos en política. Bajo esa luz, el debate entre el poder y la integridad siempre le ha perseguido, pero nunca le ha anulado. Como enemigo es peligroso. Sus conocidos recuerdan que sabe dónde lleva el arma. Y si es necesario la usa. Con Trump han sido sus notas, esos memorandos que amenazan con abrir un proceso de impeachment. Con Bush, el puñal fue otro.
Ocurrió al final de aquella conversación en el comedor privado. Cuando el presidente volvió a pedirle que aprobara la orden de escuchas masivas, Comey se inclinó y le dijo: “Si lo hace, debe saber que el director del FBI dimitirá hoy mismo”. Bush parpadeó. Nadie se lo había dicho. Pero no tardó en darse cuenta de que era lo mejor que podía hacer. Ante la crisis que se le abría, decidió ceder.
El director del FBI en aquellas fechas era el legendario e implacable Robert Mueller. El amigo y mentor de Comey. El mismo que ahora ha sido elegido fiscal especial para investigar la trama rusa y cuyo poder representa la mayor amenaza para la presidencia de Trump. "Si hay alguien con mejor reputación que Comey, es Mueller y este no va a parar", señala el alto cargo en seguridad. “Y que nadie piense que Comey se va a retirar del escenario. Él y Mueller han trabajado muchos años juntos y confían plenamente uno en el otro”, indica Graff. La Casa Blanca, con Comey y Mueller, tiene un problema. Saben disparar y no les tiembla el pulso.
EPS
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